viernes, 25 de mayo de 2012

La Palabra de Dios se hace hombre

En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella.
Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan. Este vino por testimonio, para que diese testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él. No era él la luz, sino para que diese testimonio de la luz.
Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo. 10En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.
Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad. Juan dio testimonio de él, y clamó diciendo: Este es de quien yo decía: El que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo. Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia. Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer. Juan 1:1-18

La Palabra

Cuando el mundo empezó a existir, la Palabra ya existía; y la Palabra estaba con Dios; y la Palabra era Dios. Esta Palabra estaba en el principio con Dios. Fue el Agente por medio de quien se hicieron todas las cosas; y no hay ni una sola cosa que exista en el mundo que no haya llegado a ser aparte de El. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres; y la luz brilla en la oscuridad, porque la oscuridad no ha sido nunca capaz de conquistarla. Surgió un hombre al que Dios había enviado que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos pudieran creer por medio de él. Él mismo no era la luz; su misión era dar testimonio de la luz. El que sí era la luz real era el que, en su venida al mundo, da la luz a todas las personas. Estaba en el mundo; y, aunque el mundo había sido hecho por Él, el mundo no Le reconoció. Fue a Su propio hogar adonde vino, y sin embargo los suyos no le recibieron. A todos aquellos que sí le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios. Éstos nacieron, no de la sangre, ni de ningún impulso humano, ni de la voluntad de nadie; sino que su nacimiento fue de Dios. Y la Palabra se hizo una Persona, y tomó residencia en nuestro ser, lleno de gracia y de verdad; y nosotros contemplamos Su gloria, una gloria tal como la que recibe de su padre un hijo único. Juan fue Su testigo, porque exclamó: «Éste es el Que yo os decía: el Que viene detrás de mí, me lleva en realidad la delantera, porque era antes que yo. De Su plenitud es de donde hemos sacado, y hemos recibido una gracia tras otra; porque lo que dio Moisés fue la ley, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. Nadie ha visto nunca a Dios. Es él único, Que es Dios, Que está en el seno del Padre, el Que nos lo ha dicho todo acerca de Dios. »
Vamos a estudiar este pasaje por secciones breves y en detalle; pero, antes de hacerlo, debemos tratar de entender lo que Juan está intentando decir cuando describe a Jesús como la Palabra.

La Palabra se hizo carne

El primer capítulo del Cuarto Evangelio es una de las más grandes aventuras de pensamiento espiritual jamás emprendidas por la mente humana.
No tuvo que pasar mucho tiempo para que la Iglesia Cristiana se tuviera que enfrentar con un problema muy básico. Había empezado en el judaísmo. Al principio, todos sus miembros eran judíos. En cuanto a Su naturaleza humana, también Jesús era judío; y, en todo caso, excepto unas breves visitas a los distritos de Tiro y de Sidón y a la Decápolis, nunca salió de Palestina. El Cristianismo empezó entre los judíos; y, por tanto, era inevitable que se expresara en la lengua y en las categorías de pensamiento que eran característicamente judías.
Pero, aunque su cuna fue el judaísmo, muy pronto salió al ancho mundo. Treinta años después de la Crucifixión de Jesús, ya había viajado por toda Asia Menor y Grecia y había llegado a Roma. Hacia el año 60 d.C., habría cien mil griegos en la Iglesia por cada judío que fuera cristiano. Las ideas judías les resultaban muy extrañas a los griegos. Para dar sólo un ejemplo destacado, los griegos no habían oído nunca hablar del Mesías. El mismo centro de la expectación judía, la venida del Mesías, era una idea totalmente ajena a la mentalidad griega. La misma categoría en la que los judíos cristianos concebían y presentaban a Jesús no tenía ningún sentido para los griegos. Así es que, ahí estaba el problema: ¿Cómo había que presentar el Evangelio al mundo griego?
Lecky, el historiador, dijo una vez que el progreso y la difusión de cualquier idea dependen, no sólo de su fuerza y vitalidad, sino de la predisposición que haya a recibirla en la edad en la que se presenta. La tarea de la Iglesia Cristiana era crear en el mundo griego la predisposición a recibir el Evangelio. Como E. J. Goodspeed dijo, la cuestión era: «¿Tendría un griego que estuviera interesado en el Cristianismo que asumir las ideas mesiánicas y la manera de pensar de los judíos, o podría encontrarse un nuevo enfoque que le hablara a la mente y al corazón desde su mismo trasfondo?» El problema era cómo presentar el Evangelio de una manera que hiciera posible que los griegos pudieran entenderlo.
Alrededor del año 100 d.C. había un hombre en Éfeso que estaba fascinado con ese problema. Se llamaba Juan. Vivía en una ciudad griega. Tenía trato con griegos para los que las ideas judías resultaban extrañas e incomprensibles y hasta groseras. ¿Cómo podría encontrar la manera de presentar el Evangelio a esos griegos para que lo pudieran entender y recibir? Repentinamente, la verdadera solución se esclareció a su alrededor. Lo mismo en el pensamiento griego que en el judío existía el concepto de La Palabra. Aquí había algo que se podría elaborar para salir al encuentro del doble mundo griego y judío. Aquí había algo que pertenecía a la herencia de ambas razas y que ambas podían entender. Así pues, empecemos a mirar los dos trasfondos de la concepción de la Palabra.

El trasfondo judío

En el trasfondo judío hay cuatro hebras que se trenzan en la idea de la Palabra.
(i) Para el judío, una palabra era mucho más que un mero sonido; era algo que tenía una existencia independiente y que de hecho producía resultados. Como dijo el profesor John Paterson: «Para el hebreo, la palabra era algo aterradoramente vivo... Era una unidad de energía cargada de poder. Volaba como una bala hacia su blanco.» Por eso mismo el hebreo era parco en palabras. En hebreo hay menos de 10.000 palabras, cuando hay 200,000 en griego.
Un poeta moderno cuenta que una vez el que había realizado una hazaña heroica no se lo podía contar a sus camaradas de la tribu porque le faltaban las palabras. A eso se levantó uno «afligido con la necesaria magia de las palabras,» y refirió el hecho en términos tan vívidos y conmovedores que «las palabras cobraban vida y se paseaban arriba y abajo por los corazones de los oyentes.» Las palabras del poeta adquirieron poder. La Historia está llena de esa clase de cosa.
Cuando John Knox predicaba en los días de la Reforma en Escocia, se decía que la voz de ese hombre solo inyectaba más valor en los corazones de los oyentes que diez mil trompetas rugiendo en sus oídos. Sus palabras hacían cosas en las personas. En los días de la Revolución Francesa, Rouget de Lisle escribió La Marseillaise, y esa canción lanzó a la gente a la revolución. Las palabras hacían cosas. En los días de la Segunda Guerra Mundial, cuando el Reino Unido se quedó sin aliados y sin armas, las palabras de su primer ministro Sir Winston Churchill, radiadas a la nación, infundían valor y esperanza en los corazones de la gente.
Esto era todavía más real en el Este, y todavía lo es. Para los orientales, una palabra no es meramente un sonido; es un poder que hace cosas. Una vez, cuando Sir George Adam Smith estaba viajando por el desierto en Oriente, un grupo de musulmanes le dio a su equipo el saludo de costumbre: «¡La paz sea con vosotros!» En el momento no se dieron cuenta de que era cristiano. Cuando descubrieron que habían dado la bendición a un infiel, volvieron corriendo a pedir que se la devolviera. La palabra era como una cosa que se podía enviar a hacer cosas y que creían que se podía recuperar otra vez. Will Carlton, el poeta, expresa algo así: «Tras volar las cometas, se vuelve a recogerlas, mas ya no se recogen las palabras que vuelan»; «¡Cuidado con el fuego!», dice el que te aconseja, pero aun más: «¡Ten cuidado con las palabras sueltas!» «Ideas no expresadas puede que queden secas; las que han volado nunca vuelven vivas ni muertas.»
Bien podemos entender que para los orientales las palabras tienen una existencia independiente y llena de poder.
(ii) El Antiguo Testamento está lleno de esa idea general del poder de las palabras. Una vez que Isaac había pronunciado la bendición del primogénito sobre Jacob en vez de sobre Esaú, aunque se le había sacado con engaño, ya no se podía hacer nada para recuperar esa bendición (Génesis 27). La palabra había salido, y había empezado a actuar, y nada la podía detener. En particular vemos la Palabra de Dios en acción en la historia de la Creación. En cada etapa de ella leemos: « Y Dios dijo...» (Génesis 1:3, 6, 11). La Palabra de Dios es Su poder creador. Una y otra vez encontramos esta idea de la Palabra de Dios, creadora, activa y dinámica. «Por la Palabra del Señor fueron hechos los cielos» (Salmo 33:6). «Envió Su Palabra, y los sanó» (Salmo 107:20). « Él envía Su Palabra a la Tierra; velozmente corre Su Palabra» (Salmo 147:15). «Así será Mi Palabra que sale de Mi boca; no volverá a Mí vacía, sino que hará lo que Yo quiero, y será prosperada para aquello que la envié» (Isaías 55:11). «¿No es Mi Palabra como fuego, dice el Señor, y como una maza que quebranta la piedra?» (Jeremías 23:29). «Señor, Tú hablaste claramente en la primera Creación en el primer día, cuando mandaste: Sea hecho el Cielo y la Tierra: y la obra se siguió a Tu Palabra» (4 Esdras 6:38, Biblia del Oso). El autor del Libro de la Sabiduría se dirige a Dios: «Dios de los Padres, y Señor misericordioso, Que creaste todas las cosas con Tu Palabra» (Sabiduría 9:1, Biblia del Oso). Por todo el Antiguo Testamento está esta idea de la Palabra poderosa, creadora. Aun las palabras humanas tienen una especie de actividad dinámica; ¡cuánto más la Palabra de Dios!
(iii) Algo se incorporó a la vida religiosa hebrea que acentuó considerablemente el desarrollo de esta idea de la Palabra de Dios. Durante los cien años o más que precedieron a la venida de Jesús, el hebreo dejó de ser una lengua viva. El Antiguo Testamento estaba escrito en hebreo, pero los judíos ya no conocían esa lengua. Los estudiosos sí; pero la gente corriente, no. Hablaban dialectos del arameo, una lengua emparentada con el hebreo que había sido la lingua franca del Oriente Próximo antes del griego. En aquellas circunstancias tenían que traducir las Escrituras a esa lengua que era la que la gente entendía, que son lo que se llama targum (singular) o targumim (plural). En la sinagoga se leían las Escrituras en el original hebreo, pero con traducción alternada cada pocos versículos.
Los targumim se produjeron en una época en la que los judíos estaban fascinados con la idea de la trascendencia de Dios, y no pensaban más que en la distancia que los separaba de Él, que es absolutamente diferente de nosotros. Por esa razón, los que hicieron los targumim tenían mucho miedo de atribuirle a Dios pensamientos, o sentimientos, o acciones humanas. Para decirlo con el término técnico, se esforzaban para no caer en antropomorfismos al hablar de Dios.
Ahora bien: el Antiguo Testamento habla corrientemente de Dios de manera humana; y siempre que los targumim se encontraban con algo así sustituían el nombre de Dios por la Palabra de Dios. Veamos cómo funcionaba esta costumbre. En Éxodo 19:17 leemos que «Moisés sacó del campamento al pueblo para encontrarse con Dios.» El targum pensó que esa era una manera demasiado humana de hablar de Dios, así es que puso que Moisés sacó al pueblo del campamento para encontrarse con la Palabra de Dios. En Éxodo 31:13 leemos que Dios dijo al pueblo que el sábado es una señal entre Mí y vosotros para todas vuestras generaciones.» Esa era una manera de hablar demasiado humana para el targum, así es que dijo en vez que el sábado es una señal entre Mi Palabra y vosotros.» Deuteronomio 9:6 dice que Dios es fuego consumidor; pero el targum tradujo que la Palabra de Dios es fuego consumidor. Isaías 48:13 presenta un gran cuadro de la Creación: «Mi mano puso el cimiento de la Tierra, y Mi diestra desplegó los cielos.» Esa era una descripción de Dios demasiado humana para el targum, e hicieron decir a Dios: « Por Mi Palabra he fundado la Tierra, y por Mi fuerza he colgado los cielos.» Hasta un pasaje tan maravilloso como Deuteronomio 33:27, que habla de «los brazos eternos» de Dios, pasó a: « El eterno Dios es, tu refugio, y por Su Palabra fue creado el mundo.»
En el Targum de Jonatán, la frase la Palabra de Dios aparece no menos de unas trescientas setenta veces. Está claro que no es más que una simple perífrasis del nombre de Dios, pero el hecho es que la Palabra de Dios se convirtió en una de las expresiones más corrientes de los judíos. Era una frase que cualquier judío devoto reconocería, porque la oiría muy a menudo en la sinagoga cuando se leía la Escritura. Cualquier judío estaría acostumbrado a la expresión la Memra, que era como se decía en arameo.
(iv) En este punto tenemos que fijarnos más en algo que ya mencionamos en la introducción. La palabra griega para palabra es logos; pero logos no sólo quiere decir palabra; sino también razón. Para Juan, y para todos los grandes pensadores que usaban esta idea, estos dos significados estaban íntimamente entrelazados. Siempre que usaban la palabra Logos, tenían en mente las dos ideas: la Palabra de Dios y la Razón de Dios.
Los judíos tenían un género literario que se llama La literatura sapiencial, o de la sabiduría, que contenía los escritos de los sabios de Israel. No son por lo general especulativos ni filosóficos, sino de sabiduría práctica para la vida y los quehaceres cotidianos. El gran ejemplo de la literatura sapiencial en el Antiguo Testamento es el Libro de los Proverbios, en el cual hay ciertos pasajes que le atribuyen un misterioso y eterno poder vivificador a la Sabiduría (Sojia). En esos pasajes, la Sabiduría aparece, como si dijéramos, personificada, y se concibe como el Agente eterno y colaborador de Dios. Hay tres pasajes principales.
El primero está en Proverbios 3:13-26. Nos fijaremos especialmente en los versículos 18-20:
«Ella es árbol de vida a los que de ella echan mano, y bienaventurados los que la retienen. El Señor, con sabiduría fundó la Tierra; estableció los cielos con inteligencia. Con Su ciencia los abismos fueron divididos, y destilan rocío las nubes.»
Recordemos que Logos quiere decir Palabra y también Razón. Ya hemos visto lo que pensaban los judíos de la Palabra poderosa y creativa de Dios. Aquí vemos cómo empieza a surgir el otro aspecto. La Sabiduría es el agente de Dios en la iluminación y en la creación; y la Sabiduría y la Razón son la misma cosa. Ya hemos visto lo importante que era Logos en el sentido de la Palabra; ahora vemos cómo empieza a serlo en el sentido de la Sabiduría o la Razón.
El segundo pasaje importante está en Proverbios 4:13:
«Retén la instrucción, no la abandones; guárdala, porque ella es tu vida».
La Palabra es la luz de los hombres, y la Sabiduría es la vida de los hombres. Las dos ideas se amalgaman entre sí rápidamente ahora.
El pasaje más importante está en Proverbios 8:1-9:2, del que destacamos especialmente esto que dice la Sabiduría:
«El Señor me estableció al principio de Su obra, al comienzo de Sus obras primigenias. Hace siglos fui establecida, al inicio, antes que empezara la Tierra. Fui dada a luz cuando no había abismos, cuando no había fuentes con caudales de agua. Antes de que se formaran las montañas, cuando no eran ni colinas fui dada a luz; aún no había hecho Él la Tierra, con sus campos, y ni siquiera había empezado el polvo del mundo. Cuando desplegó los cielos, yo estaba allí, cuando trazó su bóveda sobre la haz del abismo; cuando sujetó los cielos por arriba; cuando estableció las fuentes del océano; cuando le asignó sus límites al mar para que las aguas no pasen sus fronteras; cuando marcó los cimientos de la tierra, entonces yo estaba con Él como Su encargado, y era Su delicia día a día, gozando siempre de Su presencia.»
Cuando leemos este pasaje percibimos un eco tras otro de lo que Juan dice de la Palabra en el primer capítulo de su Evangelio. La Sabiduría tenía esa existencia eterna, esa función iluminadora, ese poder creador que Juan atribuía a la Palabra, el Logos, con el que identificaba a Jesucristo.
El desarrollo de la idea de la Sabiduría no se detuvo allí. Entre el Antiguo y el Nuevo Testamentos se siguió produciendo esta clase de literatura sapiencial. Contenía tanta sabiduría concentrada y extraía tanto de la experiencia de los sabios, que era una inapreciable guía para la vida. En particular se escribieron dos libros muy notables que están entre los deuterocanónicos y que no le hará ningún daño a nadie el leer.
(a) El primero se llama Eclesiástico (Ben Sirá), en la Biblia del Oso El libro de la Sabiduría de Jesús hijo de Sirach, llamado comúnmente Ecclesiástico. También encontramos en él mucho acerca de esta gran concepción de la Sabiduría creativa y eterna de Dios. La arena de las playas y las gotas de la lluvia, y los días de las edades, ¿quién los podrá contar? La altura de los cielos, la anchura de la Tierra y la profundidad del océano, ¿quién los descubrirá? Antes que nada fue creada la Sabiduría, la inteligencia y la prudencia son desde siempre» (Eclesiástico l: l -10).
«Yo procedía de la boca el Altísimo, y cubría la Tierra como una niebla. Yo habitaba. en las alturas, y tenía mi trono en los pilares de las nubes. Yo sola rodeaba la bóveda celeste y paseaba por las profundidades del océano» (Eclesiástico 24:3-5).
«Me creó antes que empezaran las edades, y no decaeré jamás» (Eclesiástico 24:9).
Aquí encontramos otra vez a la Sabiduría como el poder eterno y creador que estaba al lado de Dios en los días de la creación y al principio del tiempo.
(b) Eclesiástico se escribió en Palestina hacia el año 100 a.C.; y por el mismo tiempo. se escribió, en Alejandría, Egipto, un libro igualmente grande; qué se conoce como La Sabiduría de Salomón. En él tenemos la más grande de todas las descripciones de la Sabiduría. La Sabiduría es el tesoro que usan los hombres para convertirse en amigos de Dios (7:14). La Sabiduría es él artífice de todas las cosas (7:22). Es el aliento poderoso de Dios, y una pura corriente que fluye del Todopoderoso (7:25). Puede hacerlo todo y hace todas las cosas nuevas (7:27).
Pero el autor hace mucho más que hablar de la Sabiduría; la identifica con la Palabra: para él las dos ideas son lo mismo. Puede hablar de la Sabiduría de Dios y de la Palabra de Dios en la misma frase y con el mismo significado. Cuando ora, Le dice a Dios:
«Oh Dios de mis padres, y Señor de la misericordia, Que has hecho todas las cosas con Tu Palabra, y formaste al hombre por medio de Tu Sabiduría» (9:1).
Puede hablar de la Palabra casi como hablaría Juan:
«Cuando todo estaba sumido en un silencio reposado, y aquella noche estaba en medio de su rápida carrera, Tu Palabra todopoderosa se abalanzó desde el Cielo, desde su regio trono, como fiero hombre de guerra, en medio de la tierra de la destrucción; llevaba como espada aguda tu firme mandamiento, y, erguido, lo llenó todo de muertos, de pie en la Tierra y alcanzaba al Cielo» (18:14-16).
Para el autor del Libro de la Sabiduría, la Sabiduría era el poder eterno, creador e iluminador de Dios; la Sabiduría y la Palabra eran una y la misma cosa. Fueron la Sabiduría y la Palabra los instrumentos y agentes de Dios en la creación, y las que traen siempre la voluntad de Dios a la mente y al corazón de las personas.
Así es que, cuando Juan estaba buscando la manera de presentar el Evangelio, encontró en su propia fe y en la literatura de su propio pueblo la idea de la Palabra, la palabra sencilla que no es en sí misma meramente un sonido, sino algo dinámico, la Palabra de Dios por medio de la cual Dios creó el mundo, la Palabra de los targumim que expresaba la misma idea de la acción de Dios, la Sabiduría de la literatura sapiencial, que era el poder eterno, creador e iluminador de Dios. Así pues, Juan decía: «Si quieres ver esa Palabra de Dios, si quieres ver el poder creador de Dios, si quieres ver esa Palabra que llamó al mundo a la existencia y que da la luz y la vida a todo ser humano, mira a Jesucristo. En Él la Palabra de Dios vino entre vosotros.»

El trasfondo griego

Empezamos viendo que el problema de Juan no era cómo presentar el Evangelio al mundo judío, sino cómo presentárselo al mundo griego. Entonces, ¿cómo encajaba esta idea de la Palabra en el pensamiento griego? ¡Ya estaba allí, esperando que la usaran! En el pensamiento griego, la idea de la Palabra empezó tan atrás como alrededor del año 560 a.C. y, para mayor sorpresa, precisamente en Éfeso, donde se escribió el Cuarto Evangelio.
En el año 560 a.C. había un filósofo efesio llamado Heráclito, cuya idea fundamental era que todo está en un estado de flujo. Todo cambiaba de día en día y de momento en momento. La ilustración famosa que usaba era que es imposible meterse dos veces en el mismo río: te metes en un río, y te sales; si te metes otra vez, ya no es el mismo río, porque el agua ha seguido fluyendo, y ahora el río es diferente. Para Heráclito, así era todo, todo estaba en un constante cambiante estado de flujo. Pero, si así eran las cosas, ¿por qué no era la vida un completo caos?
¿Cómo puede tener ningún sentido un mundo en el que hay un constante fluir y cambiar?
La respuesta de Heráclito era: Todo este cambio y flujo no es casual; está controlado y ordenado siguiendo un esquema continuo todo el tiempo; y lo que controla el esquema es el Logos, la Palabra, la Razón de Dios. Para Heráclito, el Logos era el principio de orden bajo el cual seguía existiendo el universo. Heráclito iba aún más lejos: mantenía que no había sólo un esquema en el mundo físico, sino también en el mundo del acontecer. Mantenía que nada va a la deriva en todas las vidas y en todos los sucesos hay un propósito, un plan, un diseño. ¿Y qué era lo que controlaba los sucesos? Una vez más, la respuesta era que el Logos.
Heráclito se acercó todavía más al fondo de la cuestión. ¿Qué era lo que individualmente y en cada uno de nosotros, nos hacía ver la diferencia entre el bien y el mal? ¿Qué nos capacitaba para pensar y razonar? ¿Qué nos permitía escoger el bien, y reconocer la verdad cuando la veíamos? De nuevo Heráclito daba la misma respuesta: Lo que le daba a una persona la razón y el conocimiento de la verdad y la habilidad para discernir entre el bien y el mal era el Logos de Dios que moraba en su interior. Heráclito mantenía que en el mundo de la naturaleza y en el del acontecer «todas las cosas suceden de acuerdo con el Logos,» y que en cada persona «el Logos es el juez de la verdad:» El Logos no era sino la Mente de Dios que está en control del universo y de cada persona individual.
Una vez que los, griegos descubrieron esta idea, ya no la dejaron escapar. Les fascinaba especialmente a los estoicos. El orden que reina en el universo los tenía sumidos en la más sincera admiración. El orden implica la existencia de una Mente. Los estoicos se preguntaban: « ¿Qué es lo que mantiene a las estrellas en sus cursos? ¿Qué es lo que produce el flujo y reflujo de las mareas? ¿Qué es lo que hace que los días y las noches se sucedan indefectiblemente? ¿Qué es lo que produce el orden inalterable de las estaciones?» Y respondían: «Todas las cosas están bajo el control del Logos de Dios. El Logos es el poder que hace que todo tenga sentido, que hace que el mundo sea un orden en vez de un caos, el poder que puso el mundo en movimiento y que lo mantiene en perfecto orden. El Logos , decían los estoicos lo impregna todo.»
Aún nos queda otro nombre en el mundo griego que no podemos pasar por alto. Había en Alejandría un judío llamado Filón, que había dedicado la vida a estudiar la sabiduría de dos mundos: el judío y el griego. No había quien le dejara atrás en el conocimiento de las Escrituras de Israel; y ningún judío le alcanzaba en el conocimiento del pensamiento griego en toda su grandeza. Él también conocía, y usaba, y amaba esta idea del Logos, la Palabra, la Razón de Dios. Él mantenía que el Logos era lo más antiguo del mundo, y el Instrumento por medio del cual Dios lo había hecho todo. Decía que el Logos era el pensamiento de Dios estampado en el universo; hablaba del Logos, por medio del cual Dios había hecho el universo y todas las cosas; decía que Dios, el piloto del universo, tenía el Logos como timón con el que navegaba todas las cosas. Decía que la mente humana también estaba estampada con el Logos, y que el Logos era lo que le confería al hombre la razón y la capacidad de pensar y de conocer. Decía que el Logos era el intermediario entre Dios y el mundo, y que el Logos era el sacerdote que introducía el alma a Dios.
El pensamiento griego sabía todo lo que se podía saber del Logos; veía en él el poder creador y guiador y director de Dios, el poder que había hecho y que mantenía el universo. Así es que Juan se dirigía a los griegos y les decía: «Lleváis. siglos pensando, y escribiendo, y soñando acerca del Logos, el poder que hizo el mundo y lo mantiene en orden; el poder por el que piensan, y razonan, y saben los hombres; el poder por el que los hombres se pueden poner en contacto con Dios. Jesús es ese Logos, que ha venido a la Tierra.» «La Palabra -decía Juan- se hizo carne.» Esto lo podríamos decir de otra manera: «La Mente de Dios se hizo una Persona.».

Al judío, y también al griego

Los judíos y los griegos habían ido recorriendo el camino hacia la concepción del Logos, la Mente de Dios que hizo el mundo y que hace que tenga sentido. Así que Juan se dirigió a los judíos y a los griegos para decirles que, en Jesucristo, esta Mente de Dios creadora, iluminadora, controladora y sustentadora, había venido a la Tierra. Juan fue a decirles que ya no tenían que andar a tientas, sino que todo lo que tenían que hacer era mirar a Jesús para ver en Él la Mente de Dios.

La Palabra eterna

Cuando el mundo empezó a existir, la Palabra ya existía; y la Palabra estaba con Dios; y la Palabra era Dios. Esta Palabra estaba en el principio con Dios.
El principio de Evangelio de Juan tiene tal importancia y profundidad de sentido que debemos estudiarlo casi versículo por versículo. La gran idea de Juan es que Jesús no es sino la Palabra creadora, vivificadora e iluminadora de Dios, y la Razón de Dios que sostiene el mundo, que ha venido a la Tierra en forma humana y corporal.
Aquí, al principio, Juan dice tres cosas acerca de la Palabra, es decir, acerca de Jesús.
(i) La Palabra ya estaba allí en el mismo principio de todas las cosas. Juan se remonta con el pensamiento al primer versículo de la Biblia: «En el principio creó Dios los cielos y la Tierra» (Génesis l: l ). Lo que Juan nos está diciendo es esto: La Palabra no es una de las cosas creadas; la Palabra ya existía cuando empezó la creación; la Palabra no es una parte del mundo que empezó a existir en un tiempo; la Palabra es parte de la eternidad y estaba con Dios antes que empezaran el tiempo y el universo. Juan está pensando en lo que se conoce como la preexistencia de Cristo.
En muchos sentidos esta idea de la preexistencia es muy difícil, si no imposible, de captar. Pero representa algo muy sencillo, muy práctico y muy tremendo. Si la Palabra estaba con Dios antes que empezara el tiempo, si la Palabra es parte del esquema eterno de las cosas, esto quiere decir que Dios ha sido siempre como Jesús. Algunas veces se ha pensado que Dios era severo y vengativo; y que lo que hizo Jesús cambió la ira de Dios en amor y alteró Su actitud hacia la humanidad. El Nuevo Testamento no sabe nada de esa idea. Lo que todo el Nuevo Testamento nos dice, y especialmente este pasaje de Juan, es que Dios ha sido siempre como Jesús. Lo que hizo Jesús fue abrir una ventana en el tiempo para que pudiéramos ver el amor eterno e inalterable de Dios.
Entonces podríamos muy bien preguntarnos: «¿Y qué pasa con algunas de las cosas que leemos en el Antiguo Testamento? ¿Qué de los pasajes en los que se dice que Dios mandó arrasar ciudades enteras y matar a hombres, mujeres y niños? ¿Qué de la ira, y de los celos de Dios de los que leemos a veces en las partes más antiguas de la Escritura? La respuesta es: No es Dios el que ha cambiado, sino nuestro conocimiento de Dios.
Esas cosas se escribieron porque entonces no se tenía un conocimiento mejor; hasta ahí habían llegado en su conocimiento de Dios.
Cuando un niño está estudiando una asignatura tiene que ir aprendiéndola por etapas. Ir del detalle sencillo al todo complejo. No empieza por el conocimiento total, sino por lo que puede comprender, y de ahí va pasando a más. Cuando empieza con la apreciación de la música, lo primero que le dan a escuchar no es un preludio o una fuga de Bach, sino algo mucho más sencillo; y luego va comprendiendo más por etapas. Así sucedía con los hombres y Dios. Sólo en parte podían captar y entender la naturaleza de Dios y Sus caminos. Fue sólo cuando vino Jesús cuando vieron total y perfectamente cómo ha sido Dios siempre.
Se cuenta que una chiquilla tuvo que enfrentarse una vez con algunos de los pasajes más sangrientos y salvajes del Antiguo Testamento, y comentó: «¡Pero todo eso pasó antes de que Dios se hiciera cristiano!» Si podemos decirlo así con toda reverencia, cuando Juan dice que la Palabra siempre estuvo allí, está diciendo que Dios siempre ha sido cristiano. Nos está diciendo que Dios siempre ha sido, y es, y será como Jesús. Pero la humanidad no lo podía saber ni se podía dar cuenta hasta que vino Jesús.
(ii) Juan sigue diciendo que la Palabra estaba con Dios. ¿Qué quería decir con eso? Quería decir que siempre ha habido la más estrecha conexión entre la Palabra y Dios. Vamos a decirlo de una manera más sencilla: Siempre ha habido la más íntima conexión entre Jesús y Dios. Eso quiere decir que nadie nos puede decir cómo es Dios, cuál es la voluntad de Dios para nosotros, cómo son el amor y el corazón y la Mente de Dios nada más que Jesús.
Vamos a poner un ejemplo humano sencillo. Si de veras queremos saber lo que una persona piensa y siente sobre algo, y no tenemos acceso a ella, no vamos a alguien que no es más que un conocido lejano suyo o que hace poco que la conoce, sino a uno que sabemos que es su amigo íntimo de muchos años. Ese será capaz de interpretarnos de veras la mente y el corazón de la otra persona.
Algo así es lo que Juan nos está diciendo de Jesús. Nos está diciendo que Jesús ha estado siempre con Dios. Vamos a usar el lenguaje humano, porque es el único que podemos usar. Juan está diciendo que Jesús tiene tal intimidad con Dios que Dios no tiene secretos con Él; y que, por tanto, Jesús es la única Persona en todo el universo que nos puede revelar cómo es Dios y lo que siente acerca de nosotros.
(iii) Por último, Juan nos dice que la Palabra era Dios.
Este es un dicho difícil de entender para nosotros; y es difícil porque el griego, la lengua en que escribió Juan, tiene una manera de decir las cosas que es diferente del español. Cuando se usa un nombre en griego, casi siempre se le antepone el artículo determinado. La palabra para Dios es theós, y el artículo determinado correspondiente es ho. Cuando se habla de Dios en griego, no se usa solamente theós, sino ho theós. Ahora bien, cuando no se usa el artículo determinado con un nombre, ese nombre se usa como adjetivo. Juan no dijo que la Palabra era ho theós, lo que habría querido decir que la Palabra era el mismo Dios. Dijo que la Palabra era theós -sin artículo definido, lo que quiere decir que la Palabra era, podríamos decir, del mismo carácter y cualidad y esencia y ser que Dios. Cuando Juan dijo que la Palabra era Dios, no estaba diciendo que Jesús es el mismo que Dios, sino que Jesús es lo mismo que Dios. De dos personas íntimamente compenetradas se dice que piensan y sienten lo mismo de tal manera que, si se conoce a una, es como si se conociera á la otra. Jesús está tan íntima y totalmente identificado con Dios en pensamientos, sentimientos y carácter que, conociéndole a El, conocemos perfectamente a Dios.
Así pues, al principio mismo de su Evangelio Juan asegura que en Jesús, y sólo en Él, se ha revelado perfectamente a la humanidad todo lo que Dios ha sido siempre y siempre será, y todo lo que siente sobre los hombres y desea para ellos.

El creador de todas las cosas

Fue el Agente por medio de Quien se hicieron todas las cosas; y no hay ni una sola que exista en el mundo que haya llegado a ser aparte de Él.
Puede que nos parezca extraño que Juan haga tanto hincapié en la manera que se creó el mundo; y puede que también nos lo parezca el que conecte tan definidamente a Jesús con la obra de la creación. Pero tenía que hacerlo a causa de ciertas tendencias que había en el pensamiento de su tiempo.
En los días de Juan había una herejía que se llamaba el gnosticismo. Su característica era que se trataba de un enfoque intelectual y filosófico al Cristianismo. A los gnósticos no les era suficiente con las creencias sencillas de cualquier cristiano corriente. Trataban de construir un sistema filosófico del Cristianismo. Tenían problemas con la existencia del pecado y el mal y el dolor y el sufrimiento del mundo, así que diseñaron una teoría para explicarlo. Esa teoría era como sigue.
En el principio existían dos realidades: la una era Dios, y la otra la materia. La materia había existido siempre, y fue la materia prima de la que se construyó el universo. Los gnósticos insistían en que esa materia era defectuosa e imperfecta. Podríamos decir que el mundo se inició mal desde el principio.
Estaba hecho de unos materiales que ya contenían el germen de la corrupción. Los gnósticos llegaban más lejos. Dios, decían, era espíritu puro, y como tal no podía tocar la materia, y menos aún una materia imperfecta. Por tanto, era imposible que Dios llevara a cabo la obra de la creación por Sí mismo.
Lo que hizo fue producir una serie de emanaciones, cada una de las cuales estaba más lejos de Dios que las anteriores; y, cuanto más se alejaban de Dios, menos le conocían. Hacia la mitad de camino de la serie de emanaciones había una que no sabía nada en absoluto de Dios. A partir de ésa, las emanaciones empezaban a ser, no sólo ignorantes, sino hostiles a Dios. Por último había una emanación que estaba tan lejos de Dios que le ignoraba totalmente y le era totalmente hostil, y ésa fue el poder que creó el mundo; porque ya estaba tan lejos de Dios que podía tocar esta materia defectuosa y mala. El dios creador estaba totalmente distanciado y enemistado con el Dios real.
Los gnósticos dieron otro paso más: identificaron al dios creador con el Dios del Antiguo Testamento; y sostuvieron que el Dios del Antiguo Testamento era completamente distinto y distante del Dios y Padre de Jesucristo, del que era enemigo.
En los tiempos de Juan se había extendido mucho esta clase de creencia. La gente creía que el mundo era malo, y que lo había creado un dios malo. Para combatir esta creencia, Juan establece aquí dos verdades cristianas básicas. De hecho, la relación de Jesús con la creación es algo que se repite en el Nuevo Testamento precisamente por este trasfondo intelectual que divorciaba a Dios y al mundo en que vivimos. En Colosenses 1:16, Pablo escribe: «Porque en Él fueron creadas todas las cosas, en el Cielo y en la Tierra... todas fueron creadas por Él y para Él.» En 1 Corintios 8: 6 escribe del Señor Jesucristo «por medio del Cual son todas las cosas.» El autor de Hebreos habla de Uno que era el Hijo, «por medio de Quien Dios hizo el universo» (1:2). Juan y los otros autores del Nuevo Testamento que escribieron estas cosas estaban subrayando dos grandes verdades.
(i) El Cristianismo siempre ha creído en lo que se llama la creación partiendo de la nada. No creemos que en Su creación del mundo Dios tuviera que usar una materia ajena y mala. No creemos que el mundo empezara ya con un defecto de fabricación, ni que tuviera su origen en Dios y en algo más. Nuestra fe es que detrás de todo está Dios, y sólo Él.
(ii) El Cristianismo siempre ha creído que este mundo es de Dios. Lejos de estar tan desconectado del mundo que no puede tener nada que ver con él, Dios está íntimamente comprometido con el mundo. Los gnósticos trataban de echarle la culpa al creador del mal que hay en el mundo. El Cristianismo cree que lo que no está como es debido en el mundo se debe al pecado humano. Pero, aunque el pecado ha causado destrozos en el mundo y le ha impedido llegar a ser lo que hubiera podido ser, no debemos nunca despreciar el mundo, porque es esencialmente de Dios. Si creemos esto, nos da un nuevo sentido del valor del mundo y de nuestra responsabilidad hacia él.
Se cuenta de una niña de los suburbios de una gran ciudad, que la llevaron a pasar un día en el campo. Cuando vio las margaritas en el bosque, preguntó: «¿Cree usted que a Dios le importará que coja unas pocas de Sus flores?» Este es el mundo de Dios; por eso, nada en él está fuera de su control; y por eso, debemos usar todas las cosas dándonos cuenta de que pertenecen a Dios. El cristiano no le hace de menos al mundo creyendo que el que lo hizo era un dios ignorante y hostil, sino que lo glorifica recordando que Dios está en todas partes, detrás de todo y en todo. Cree que el Cristo que recrea el mundo fue el colaborador de Dios cuando, el mundo fue creado al principio y que, en la obra de la redención, Dios está tratando de recuperar algo que fue siempre Suyo.

La Vida y la Luz

En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
En una gran pieza de música, el compositor a menudo empieza exponiendo los temas que va a elaborar en el curso de su obra. Eso es lo que hace Juan aquí. Vida y luz son dos de las grandes palabras básicas sobre las que se construye el Cuarto Evangelio. Son dos de los temas principales que el Evangelio se propone desarrollar y exponer. Vamos a considerarlas en detalle.
El Cuarto Evangelio empieza y termina con la vida. En el mismo principio leemos que en Jesús estaba la vida; y en el mismo final leemos que el propósito de Juan al escribir su Evangelio era «que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en Su nombre» (Juan 20:31). Esta palabra está continuamente en los labios de Jesús.
Es Su sentido pesar que las personas no quieren venir a Él para tener vida (Juan 5:40). Es Su declaración que El vino para que los hombres tuvieran vida, y la tuvieran en abundancia (Juan 10:10). Él testifica que les da vida a las personas y que no perecerán jamás, porque nadie las podrá arrebatar nunca de Su mano (Juan 10:28). Se proclama el camino, la verdad y la vida (Juan 14:6). En el Evangelio la palabra vida (zóé) aparece más de treinta y cinco veces, y el verbo vivir o tener vida (zén) más de quince. Así pues, ¿qué es lo que quiere decir Juan con vida?
(i) Quiere decir sencillamente que vida es lo contrario de destrucción, condenación o muerte. Dios envió a Su Hijo para que todos los que creen en Él no se pierdan, sino tengan vida eterna (Juan 3:16). El que oye y cree tiene vida eterna, y no está sujeto a juicio (Juan 5:24). Hay un contraste entre la resurrección para la vida, y la resurrección para el juicio (Juan 5:29).
Aquellos a los que Jesús da la vida no perecerán jamás (Juan 10:28). Hay algo en Jesús que le da a uno seguridad en esta vida y en la por venir. Hasta que aceptamos a Jesús y le tomamos como nuestro Salvador y le entronizamos como nuestro Rey no se puede decir que vivimos. El que vive una vida sin Cristo existe, pero no sabe lo que es la vida. Jesús es la única Persona que puede hacer que valga la pena vivir, y en Cuya compañía la muerte no es más que el preludio de una vida más plena.
(ii) Pero Juan está completamente seguro de que, aunque Jesús es el que nos trae esa vida, el que nos la da es Dios. Juan usa la frase el Dios viviente como el resto de la Biblia. Es la. voluntad del Padre que envió a Jesús que todos los que le ven y creen en Él tengan vida (Juan 6:40). Jesús es el que da la vida porque el Padre ha puesto Su propio sello de aprobación sobre Él (Juan 6:27). Él les da la vida a todos los que el Padre le ha dado (Juan 17:2). Dios está en todo ello. Es como si Dios estuviera diciendo: «Yo he creado a los seres humanos para que tengan la vida real; a causa de su pecado, han dejado de vivir y sólo existen; Yo les he enviado a Mi Hijo para hacerles saber lo que es la vida real.»
(iii) Debemos preguntarnos qué es esa vida. Una y otra vez el Cuarto Evangelio usa la frase vida eterna. Ya trataremos del sentido completo de esa frase más tarde; pero de momento notaremos esto: La palabra que usa Juan para eterna es aiónios. Está claro que, sea lo que sea la vida eterna, no es simplemente una vida que no se acaba nunca. Una vida interminable podría ser una maldición terrible; muchas veces hay personas que claman por una liberación de la vida. En la vida eterna tiene que haber algo más que su duración; tiene que haber también una calidad de vida.
No se desea la vida a menos que sea una cierta clase de vida. Aquí tenemos la clave. Aiónios es el adjetivo que se usa a menudo para describir a Dios. En el verdadero sentido de la palabra, sólo Dios es aiónios, eterno; por tanto, vida eterna es la vida de Dios. Lo que Jesús nos ofrece de Dios es la misma vida de Dios. La vida eterna es la que experimenta algo de la serenidad y el poder de la vida de Dios mismo. Cuando vino Jesús ofreciendo a los hombres la vida eterna, estaba invitando a todo el mundo a entrar en la misma vida de Dios.
(iv) Entonces, ¿cómo entramos en esa vida? Creyendo en Jesucristo. La palabra creer (pisteuein) aparece en el Cuarto Evangelio nada menos que setenta veces. «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Juan 3:36). «El que cree -dice Jesús tiene la vida eterna» (Juan 6:47). La voluntad de Dios es que las personas vean al Hijo, y crean en Él, y tengan la vida eterna (Juan 5:24). ¿Qué quiere decir Juan con creer? Dos cosas.
(a) Quiere decir que debemos estar convencidos de que Jesús es real y verdaderamente el Hijo de Dios. Quiere decir que debemos hacer una decisión en relación con El. Después de todo, si Jesús no fue nada más que un hombre, no, hay razón para que Le demos la obediencia completa e implícita que Él demanda. Tenemos que pensarnos personalmente Quién era Jesús. Tenemos que mirarle, aprender acerca de Él, estudiarle, pensar en Él hasta llegar a la conclusión de que no es sino el Hijo de Dios.
(b) Pero es más que una convicción intelectual. Creer en Jesús quiere decir tomarle la palabra, aceptar Su programa como algo que nos obliga absolutamente, creer sin lugar a duda que lo que Él dice es verdad.
Para Juan, fe quiere decir la convicción de la mente de que Jesús es el Hijo de Dios, la confianza del corazón de que todo lo que dice es verdad y el fundamentar toda nuestra vida sobre la seguridad inquebrantable de que debemos tomarle la palabra. Cuando lo hacemos, dejamos de «existir» y empezamos a vivir. Nos enteramos de lo que quiere decir la Vida, con mayúscula.
La segunda de las grandes palabras clave de Juan que nos encontramos aquí es la palabra luz. Esta palabra aparece en el Cuarto Evangelio nada menos que veintiuna veces. Jesús es la luz de los hombres. La misión de Juan el Bautista era señalar a los hombres aquella luz que estaba en Cristo. Dos veces se llama Jesús a Sí mismo la luz del mundo (Juan 8:12; 9:5). Esta luz puede estar en los hombres (Juan 11:10), de manera que pueden llegar a ser hijos de la luz (Juan 12:36). «Yo he venido -dijo Jesús- como la luz al mundo» (Juan 12:46). Veamos si podemos entender algo de esta idea de la luz que trae Jesús al mundo. Hay tres cosas que sobresalen.
(i) La luz que trae Jesús es la que hace huir al caos. En la historia de la creación, Dios se movió sobre el caos oscuro e informe que había antes que empezara el mundo, y dijo: «Sea la luz» (Génesis 1:3). La recién creada luz de Dios derrotó al caos vacío al que vino. Así Jesús es la luz que brilla en la oscuridad (Juan 1:5). El es la única Persona que puede salvar la vida de convertirse en un caos. Dejados a nosotros mismos estamos a merced de nuestras pasiones y temores.
Cuando Jesús amanece en la vida, viene la luz. Uno de los miedos más antiguos del mundo es el miedo a la oscuridad. Hay una historia de un niño que tenía que dormir en una casa desconocida. Su anfitriona, creyendo ser amable, le ofreció dejar la luz encendida cuando él se acostara. Cortésmente declinó el ofrecimiento. «Creía -le dijo la señora- que podrías tener miedo de la oscuridad.» «Oh no -replicó el muchacho-, ¿sabe usted?, a lo que temo es a la oscuridad sin Dios.» Con Jesús la noche resplandece a nuestro alrededor como el día.
(ii) La luz que trae Jesús es una luz reveladora. La condenación consistió en que los hombres amaron más la oscuridad que la luz; y lo hicieron porque sus obras eran malas; y odiaban la luz porque no querían que expusiera sus obras (Juan 3:19). La luz que trae Jesús es lo que revela cómo son las cosas. Despoja de los disfraces y de los embozos; muestra las cosas en toda su desnudez, en su verdadero carácter y en su valor real.
Hace mucho, los cínicos decían que la gente aborrece la verdad porque es como la luz para los ojos irritados.
En el poema de Caedmon hay una escena extraña. Es un cuadro del último día, y en el centro de la escena está la Cruz; y de ella fluye una extraña luz rojiza como la sangre, y esa misteriosa calidad de luz es tal que muestra las cosas tal como son. Lo externo, los disfraces, las coberturas exteriores son descubiertos y despojados, y todo queda revelado en la desnuda y terrible soledad de lo que es esencialmente.
Nunca nos vemos hasta que nos vemos a través de los ojos de Jesús. Nunca vemos cómo son nuestras vidas hasta que las vemos a la luz de Jesús. Jesús a menudo nos conduce a Dios revelándonos a nosotros mismos.
(iii) La luz que trae Jesús es una luz que guía. El que no tiene esa luz anda en tinieblas y no sabe adónde va (Juan 12:36). Cuando uno recibe esa luz y cree en ella, ya no anda en tinieblas (Juan 12:46). Una de las características de las historias del Evangelio que no pueden pasar desapercibidas es el número de personas que vinieron corriendo a Jesús para preguntarle: «¿Qué es lo que tengo que hacer?» Cuando Jesús viene a una vida, se acaba el tiempo del suponer y del andar a tientas, el tiempo de la duda y de la inseguridad y de la vacilación. La senda que parecía oscura se vuelve luminosa; la decisión que estaba envuelta en una noche de incertidumbre se ilumina. Sin Jesús somos como los que van a tientas por una carretera desconocida en un apagón. Con Él, el camino es claro.

La oscuridad hostil

Y la luz brilla en la oscuridad, porque la oscuridad no ha sido nunca capaz de apagarla.
Aquí nos encontramos con otra de las palabras clave de Juan: oscuridad (skotos, skotía). Esta palabra aparece siete veces en el Evangelio. Para Juan había una oscuridad en el mundo que era tan real como la luz.
(i) La oscuridad es hostil a la luz. La luz brilla en la oscuridad, que, por mucho que lo intente, no puede extinguirla. El hombre pecador ama la oscuridad y odia la luz, porque la luz descubre demasiadas cosas.
Puede que aquí Juan haya tomado prestado un pensamiento. Como sabemos, estaba dispuesto a salir y a adoptar ideas nuevas si así podía presentar y ofrecer el Evangelio a los hombres. La gran religión persa, el zoroastrismo, tenía por entonces una gran influencia en el pensamiento de muchos. Creía que había dos grandes poderes opuestos en el universo: el dios de la luz y el de la oscuridad, Ormuz y Ahrimán. Todo el universo era el campo de batalla en el conflicto eterno y cósmico entre la luz y la oscuridad; y tenía una importancia suprema en la vida qué lado se escogía.
Así que Juan está diciendo: «A este mundo ha venido Jesús, la luz del mundo; hay una oscuridad que tratará de eliminarle, de desterrarte de la vida, de extinguirle. Pero hay un poder en Jesús que es invencible. La oscuridad Le puede odiar, pero nunca se librará de Él.» Como se ha dicho en verdad: «Toda la oscuridad del mundo no puede extinguir la lucecita más pequeña». La luz inconquistable vencerá al fin a la oscuridad hostil. Juan está diciendo: «Elegid vuestro bando en el conflicto eterno, y elegid bien:»
(ii) La oscuridad representa la esfera natural de todos los que odian el bien. Son las personas que hacen el mal las que temen a la luz (Juan 3:19). Los que tienen algo que esconder aman la oscuridad; pero es imposible esconderle nada a Dios. Su reflector barre la oscuridad y descubre los males que acechan en el mundo.
(iii) Hay algunos pasajes en los que la oscuridad parece representar a la ignorancia, especialmente esa ignorancia voluntaria que rechaza la luz de Jesucristo. Jesús dice: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en la oscuridad» (Juan 8:12). Les dice a Sus discípulos que la luz no estará con ellos más que un tiempo; que anden en la luz; porque si no, viene la oscuridad, y el que anda en la oscuridad no sabe adónde va (Juan 12:35). Jesús dice que vino con Su luz para que los hombres no tuvieran que vivir en la oscuridad (Juan 12:46). Sin Jesucristo nadie puede encontrar o ver, el camino. Es como el que va con los ojos vendados o es ciego. Sin Jesucristo la vida se pierde. Goethe, cuando estaba muriendo, pedía: «¿Luz, más luz!» Y uno de los antiguos líderes escoceses les decía a sus amigos cuando estaba ya al final: «Encended el candil para que vea para morir.» Jesús es la luz Que le enseña a uno el camino, y que le ilumina el camino para que pueda dar cada paso.
Hay lugares en los que Juan usa esta palabra oscuridad en sentido figurado. La usa a veces refiriéndose a algo más que la falta de la luz terrenal. Nos habla de Jesús andando sobre el agua. Nos cuenta que los discípulos se habían embarcado en su barca y estaban cruzando el lago sin Jesús; y entonces dice Juan: «Y la oscuridad ya había caído, y Jesús todavía no había venido a ellos» (Juan 6:17). Sin la presencia de Jesús, no había nada más que la oscuridad amenazadora. Nos cuenta la mañana de la Resurrección, y las horas que precedieron al momento en que los que habían amado a Jesús se dieron cuenta de que se había levantado de los muertos. Empieza la historia: «Ahora, el primer día de la semana, María Magdalena vino temprano, cuando estaba todavía oscuro» (Juan 20:1). Ella estaba viviendo en aquel momento en un mundo que ella pensaba que había eliminado a Jesús; y un mundo así estaba oscuro. Cuenta la historia de la última Cena. Cuenta que Judas se tomó el bocado que le dio Jesús y salió a llevar a cabo su terrible tarea y hacer los preparativos para traicionar a Jesús; y dice, con una especie de simbolismo terrible: «Así que, después de tomar el bocado, salió inmediatamente; y era de noche» (Juan 13:30). Judas salía a la noche de una vida que había traicionado a Cristo.
Para Juan, una vida sin Cristo era una vida en la oscuridad. La oscuridad quiere decir la vida sin Cristo, y especialmente para los que le han vuelto la espalda.
Antes de dejar este versículo hay otra cosa que debemos notar. La palabra que hemos traducido aquí apagares en griego katalambanein, que puede tener tres significados:
(a) Puede querer decir que la oscuridad no entendió nunca la luz (cp. RV antigua: «.mas las tinieblas no la comprendieron»): En cierto sentido la gente del mundo es que sencillamente no puede entender las demandas de Cristo y el camino que Cristo le ofrece. Le parece un absurdo. Nadie puede entender a Cristo si no se somete a Él antes.
(b) Puede querer decir que la oscuridad nunca venció a la luz :(R-V60: «no prevalecieron. contra ella»). Katalambanein puede querer decir perseguir hasta que se alcanza o adelanta y así se domina y se vence. Esto podría querer decir que la oscuridad del mundo había hecho todo lo posible para eliminar a Jesucristo, hasta el punto de crucificarle, pero nunca podría destruirle. Tal vez aquí se hace referencia al Cristo crucificado y vencedor.
(c) Puede usarse de extinguir un fuego o una luz. Ese es el sentido en que la hemos tomado aquí. Aunque el mundo hizo todo lo posible para oscurecer o extinguir la luz de Dios en Cristo, no la pudieron sofocar. En cada generación la luz de Cristo todavía brilla a pesar de los esfuerzos que se hacen para extinguir Su llama.

El testigo de Jesucristo

Surgió un hombre al que Dios había enviado que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos pudieran creer por medio de él. Él mismo no era la luz; su misión era dar testimonio de la luz.
Tal vez nos extrañe que a Juan el Bautista no le dé Juan tanta importancia como los otros Evangelios. Tiene su explicación. Juan era una voz profética; hacía cuatrocientos años que no se había escuchado la voz de la profecía, y en Juan volvió a resonar. Parece que algunas personas se entusiasmaron con él hasta tal punto que le dieron un puesto más elevado que el que le correspondía. De hecho, hay indicaciones de que hubo una secta que puso a Juan el Bautista en el lugar más alto. Encontramos un eco de esto en Hechos 19:3-4. Fue precisamente en Éfeso donde se nos dice que Pablo encontró a unos «discípulos» que no sabían nada de lo que vino después del bautismo de Juan. No es que el Cuarto Evangelio quisiera minimizar a Juan, sino simplemente que el evangelista sabía que había algunas personas que le daban a Juan el Bautista el lugar que sólo corresponde al mismo Jesús.
Así es que en todo el Cuarto Evangelio Juan tiene cuidado de especificar que el lugar de Juan el Bautista en el plan de Dios era alto, pero subordinado al lugar de Cristo. Aquí especifica que Juan no era la luz, sino solamente un testigo de la luz (Juan 1:8). Nos muestra a Juan rechazando la idea de que él pudiera ser el Cristo, o ni siquiera el gran Profeta que prometió Moisés (Juan 1:20). Cuando los judíos le vinieron a decir a Juan que Jesús había empezado Su carrera como maestro, probablemente esperaban que Juan lo considerara una intrusión; pero el Cuarto Evangelio nos muestra a Juan rechazando la idea de que el primer puesto fuera suyo, y declarando que lo suyo era que Jesús creciera, y él decreciera. (Juan 3:25-30). Se hace referencia a que Jesús estaba teniendo más éxito que Juan en su predicación (Juan 4:1). Se menciona que la gente decía que Juan no había hecho las maravillas que hacía Jesús (Juan 10:41).
En alguna parte de la Iglesia había un grupo de personas que querían darle a Juan el Bautista una importancia excesiva. El mismo no dio pie para aquella actitud, sino hizo todo lo posible para desanimarla; pero el Cuarto Evangelio sabía de la existencia de tal tendencia, y tomó medidas para protegerse. Todavía puede suceder que ciertas personas le den más importancia a un predicador que a Cristo. Todavía puede suceder que la mirada de la gente se fije en el heraldo más que en el Rey que viene a anunciar. Juan el Bautista no tenía la menor culpa de lo que había sucedido; pero Juan el evangelista estaba, decidido a no dejar que nadie desplazara a Cristo del lugar, supremo que le corresponde.
Es más importante fijarnos en que en este pasaje encontramos otra de las grandes palabras clave del Cuarto Evangelio:. la palabra testigo. El Cuarto Evangelio nos presenta un testigo tras otro, no menos de ocho, del supremo puesto que corresponde a Jesucristo.
(i) Está el testimonio del Padre. Jesús dijo: «El Padre que Me envió ha dado testimonio de Mí» (Juan 5:37). «El Padre que Me envió da testimonio de Mí» (Juan 8:18). ¿Qué es lo que quería decir Jesús? Quería decir dos cosas.
(a) Quería decir algo que Le afectaba a Él mismo. En Su corazón Le hablaba la íntima voz de Dios, que no Le dejaba la menor duda acerca de Quién era Él y de lo que Dios Le había enviado a hacer. Jesús no consideraba que había sido Él el Que había elegido esa misión. Su íntima convicción era que Dios Le había enviado al mundo a vivir y a morir por la humanidad.
(b) Quería decir algo que afectaba a la humanidad. Cuando una persona se encuentra cara a cara con Cristo, siente la convicción íntima de que Él no es sino el Hijo de Dios.
El Padre Tyrrell ha dicho que el mundo no puede escapar nunca de ese «extraño Hombre en la Cruz.» Esa fuerza interior que siempre nos hace volver los ojos a Cristo hasta cuando queremos olvidarle, esa voz interior que nos dice que este Jesús no es otro que el Hijo de Dios y el Salvador el mundo es el testimonio de Dios en lo íntimo del alma.
(ii) Está el testimonio de Jesús mismo. «Yo soy --dijo Él Que doy testimonio de Mí mismo» (Juan 8:18). «Aunque Yo doy testimonio acerca de Mí mismo -dijo-, Mi testimonio es verdad» (Juan 8:14): ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que Su mejor testimonio. era lo que Jesús era. Decía ser la luz y la vida y la verdad y el camino. Decía ser el Hijo de Dios y Uno con el Padre. Decía ser el Salvador y Maestro de la humanidad. A menos que Su vida y carácter fueran como eran, aquella habría sonado a demencia y blasfemia. Lo que Jesús era en Sí mismo era el mejor testigo de que lo que decía ser era verdad.
(iii) Está el testimonio de Sus obras. Él dice: «Las obras que el Padre Me ha concedido cumplir... dan testimonio de Mí» (Juan 5:36). «Las obras que Yo hago en nombre de Mi Padre, dan testimonio de Mí» (Juan 10:25). Después de decirle a Felipe que existe una total identidad entre el Padre y Él, Jesús añade: «Creedme por las mismas obras» (Juan 14:11).
Uno de los pecados incomprensibles de los hombres es que han visto Sus obras y no han creído (Juan 15:24). Debemos darnos cuenta de una cosa: Cuando Juan hablaba de las obras de Jesús, no estaba refiriéndose sólo a Sus milagros; estaba pensando en toda la vida de Jesús. No se refería solamente a Sus grandes momentos excepcionales, sino a cómo vivía Jesús todos los momentos del día. Jesús no podría haber realizado aquellas obras maravillosas si no hubiera estado en contacto más íntimo con Dios que los demás hombres de todos los tiempos; pero, igual: no podría haber vivido aquella vida de amor y piedad, compasión y perdón, servicio y ayuda en la vida de cada día si no hubiera estado en Dios y Dios en Él. No es haciendo milagros como podemos demostrar que pertenecemos a Cristo, sino viviendo una vida semejante a la Suya todos los momentos del día. Es en las cosas normales y corrientes en las que mostramos que pertenecemos a Él.
(iv) Está el testimonio ,que dan de Él las Sagradas Escrituras. Jesús dijo: «Escudriñáis las Escrituras porque creéis que tenéis en ellas la vida eterna; y son ellas las que dan testimonio de Mí» (Juan 5:39). «Si creyerais a Moisés me creeríais a Mí; porque él escribió de Mí» (Juan 5:46): Felipe estaba convencido de que había encontrado a Aquel de Quien escribieron Moisés y los profetas (Juan 1:45). A lo largo de toda la historia del pueblo de Israel, hombres y mujeres habían estado soñando con el día en que vendría el Mesías de Dios. Se habían tratado de hacerse una idea de cómo sería; y ahora, en Jesús de Nazaret; todos sus sueños e ideas y esperanzas se habían hecho realidad totalmente. Aquél a Quien el mundo estaba esperando, por fin había llegado.
(v) Está el testimonio del último de los profetas, Juan el Bautista. «Vino como testigo, para dar testimonio de la luz» (Juan 1:7-8). Juan dio testimonio de haber visto descender sobre Jesús al Espíritu Santo. Aquél en el que culminaba el testimonio de los profetas fue el que dio testimonio de Jesús como Aquél al que señalaba todo el testimonio profético.
(vi) Está el testimonio de aquellos con los que Jesús se puso en contacto. La mujer de Samaria dio testimonio de la intuición y del poder de Jesús (Juan 4:39). El que había nacido ciego dio testimonio de Su poder sanador (Juan 9:25, 38). Los que fueron testigos de Sus milagros testificaron de cómo se habían maravillado de lo que Jesús hacía (Juan 12:17).
Hay una leyenda que nos cuenta que el Sanedrín buscaba testigos para condenar a Jesús. Vino una multitud de personas diciendo: «»Yo era leproso y me curó.» « Yo era ciego y me dio la vista.» « Yo era sordo y me abrió los oídos.» Esa era precisamente la clase de testimonio que no quería el Sanedrín. En todas las épocas y generaciones ha habido una gran multitud de personas que estaban dispuestas a dar testimonio de lo que Cristo había hecho por ellos.
(vii) Está el testimonio de los discípulos y especialmente del autor de este Evangelio. La comisión de Jesús a Sus discípulos fue precisamente: «Vosotros también sois mis testigos, porque habéis estado -conmigo desde el principio» (Juan 15:27). El autor del Evangelio es un testigo y garante (Que da garantía) personal de las cosas que cuenta. De la Crucifixión escribe: « El que lo vio ha dado testimonio,. y su testimonio es verdad» (Juan 19:35). «Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y escribió estas cosas» (Juan 21:24). Lo que él cuenta no es lo que se dice por ahí, no algo que sabe, de segunda mano, sino lo que él mismo ha visto y conoce por propia experiencia. El mejor testigo de todos es el que puede decir: «Esto es verdad, porque yo lo sé por propia experiencia.»
(viii) Está el testimonio el Espíritu Santo. «Cuando venga el Consolador... el Espíritu de la verdad... dará testimonio de Mí» (Juan 15:26). Juan escribe en la Primera Epístola: «Y el Espíritu es el testigo, porque el Espíritu es la verdad» (1 Juan 5:6). Para los judíos, el Espíritu tenía dos funciones: traía la verdad de Dios a los hombres, y les permitía reconocer esa verdad cuando la veían. Es la obra del Espíritu Santo dentro de nuestro corazón lo que nos permite reconocer a Jesús como el que es y confiar en Él por lo que puede hacer.
Juan escribió su Evangelio para presentar un testimonio incontestable de que Jesucristo es la Mente de Dios plenamente revelada a la humanidad.

La luz de todas las personas

El Que sí era la luz real era el Que, en Su venida al mundo, da la luz a todas las personas.
Aquí Juan usa una palabra muy significativa para describir a Jesús: dice que Jesús era la luz real. En griego hay dos palabras que se parecen mucho. La versión Reina-Valera usa verdadero para las dos; pero tienen diferentes matices. La primera palabra es aléthés, que quiere decir verdadero como opuesto a falso; es la palabra que usaríamos para decir que una aseveración es verdad. La segunda palabra es aléthinós, que quiere decir real o genuino, opuesta a irreal.
Así pues, lo que Juan está diciendo es que Jesús es la luz real que viene a iluminar a la humanidad. Antes de que Jesús viniera, había: otras luces que seguían las personas. Algunas eran parpadeos de la verdad; otras, vislumbres fugaces de la realidad; otras, fuegos fatuos, o meras luciérnagas... Todavía existen las luces fugaces, y los fuegos artificiales, y quienes se conforman con ellos; pero sólo Jesús es la luz genuina, la luz real que guía a las personas en su camino.
Juan dice que Jesús, al venir al mundo, trajo a la humanidad la luz real. Su venida fue como un destello de luz, como la venida de la aurora: Cierto viajero nos dice que se encontraba una vez en Italia, en una colina que mira a la bahía de Nápoles: estaba tan oscuro que no se podía ver nada; pero de repente hubo un relámpago, y todo se iluminó con todo detalle. Cuando Jesús vino a este mundo la luz real iluminó todo lo que antes había estado sumido en tinieblas.
(i) Su venida disipó las sombras de la duda. Hasta que él vino todo lo que se sabía de Dios eran suposiciones. «Es difícil descubrir nada de Dios -dijo uno de los griegos-; y cuando has descubierto algo es imposible comunicárselo a otro.» Para los paganos, o Dios moraba en tinieblas inescrutables, o en una luz deslumbradora e inaccesible. Pero -cuando vino Jesús la humanidad pudo ver con toda claridad cómo es Dios. Las sombras y las nieblas huyeron; los días de las suposiciones se acabaron; ya no hubo necesidad de seguir en un agnosticismo melancólico. Se hizo la luz.
(ii) Su venida disipó las sombras de la desesperación. Jesús vino a un mundo que estaba sumido en la desesperación. «La humanidad -decía Séneca-- es consciente de su indefensión en las cosas fundamentales.» Las personas anhelaban una mano que se les tendiera para levantarlas. «Odian sus pecados, pero no se pueden librar de ellos.» La humanidad desesperaba de hacerse a sí misma o al mundo mejores. Pero con la venida de Jesús entró en la vida un nuevo poder. Jesús no sólo trajo conocimiento, sino también poder. Vino no sólo para indicar el buen camino, sino para capacitarnos para andar por él. Nos dio no sólo instrucción, sino una presencia con la que todo lo que era imposible se hizo posible. La oscuridad del pesimismo y de la desesperación desaparecieron para siempre.
(iii) Su venida disipó las tinieblas de la muerte. El mundo antiguo le tenía pánico a la muerte. Lo mejor que se podía pensar de ella era la aniquilación, y el alma humana se estremecía al pensarlo. Lo peor era una eternidad de torturas en manos de los dioses que fuera, y el alma humana tenía miedo. Pero Jesús, con Su venida, con Su vida y con Su muerte y Su Resurrección ha demostrado que la muerte no tiene que ser más que la entrada a una vida más plena. La tiniebla se ha dispersado.
Stevenson tiene una escena en una de sus historias en la que traza el cuadro de un joven que ha quedado con vida milagrosamente después de un duelo en el que estaba seguro de que le iban a matar. Al alejarse, su corazón va cantando: «La amargura de la muerte ha pasado.» Gracias a Jesús la amargura de la muerte puede haber pasado para todos los seres humanos.
Además, Jesús es la luz que alumbra a todas las personas que vienen a este mundo. El mundo antiguo era excluyente. Muchos judíos odiaban a los gentiles y decían que los gentiles no habían sido creados nada más que para servir de leña en el infierno. Es verdad que hubo profetas que vieron que la misión de Israel era ser una luz para los gentiles (Isaías 42:6; 49:6), pero esa era una misión que la mayoría del pueblo rehusaba asumir. El mundo griego nunca soñó que el conocimiento fuera para toda la humanidad. El mundo romano despreciaba a los bárbaros, los salvajes que vivían sin ley. Pero Jesús vino para ser la luz de todos. Sólo el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo tiene un corazón suficientemente grande para albergar a todo el mundo.

No le reconocieron

Estaba en el mundo; y, aunque Él había sido el intermediario para que el mundo llegara a existir, el mundo no Le reconoció. Fue a Su propio hogar adonde vino, y sin embargo los suyos no Le dieron la bienvenida.
Juan tenía en mente dos pensamientos al escribir este pasaje.
(i) Estaba pensando en el tiempo antes de que Jesucristo viniera al mundo en cuerpo. El Logos de Dios había estado activo en el mundo desde el principio del tiempo. La Palabra creadora y dinámica de Dios había hecho que el mundo llegara a existir al principio; y desde entonces siempre había sido la Palabra, el Logos, la Razón de Dios, lo Que ha mantenido el universo como un conjunto ordenado y al ser humano como una persona racional. Si la humanidad hubiera tenido sentido para verle, el Logos siempre Se podía reconocer en el universo.
La Confesión de Fe de Westminster empieza diciendo que «las luces de la naturaleza, y las obras de la creación y de la providencia manifiestan la bondad, la sabiduría y el poder de Dios de tal manera que dejan sin justificación posible la incredulidad humana.» Hacía tiempo que Pablo había escrito que las cosas visibles del mundo están diseñadas por Dios de tal manera que guían el pensamiento humano a las cosas invisibles, y que si la humanidad hubiera mirado al mundo con los ojos y el entendimiento abiertos, su pensamiento habría llegado inevitablemente a su Creador (Romanos 1:19-20). El mundo siempre ha sido tal que, mirado como es debido, conduciría hacia Dios a la mente humana.
En teología siempre se ha distinguido entre teología natural y teología revelada. La teología revelada trata de las verdades que nos llegan directamente de Dios en las palabras de los profetas, las páginas de Su Libro y, supremamente, en Jesucristo.
La teología natural trata de las verdades que el ser humano puede descubrir mediante su propia mente e inteligencia en el mundo en que vive. Si así es, ¿cómo podemos ver la Palabra de Dios, el Logos de Dios, la Razón de Dios, la Mente de Dios en el mundo en que vivimos?
(a) Debemos mirar hacia fuera. Siempre fue una idea fundamental de los griegos que, donde hay un orden, tiene que haber una mente. Cuando consideramos el universo vemos un orden maravilloso: los planetas siguen regularmente sus cursos; las marea se suceden conforme a un plan; la siembra y la siega, el verano -y el invierno, el día y la noche observan un orden riguroso. No cabe duda de que hay un orden en la naturaleza y, por tanto, está igualmente claro que debe de haber una Mente detrás de todo ello. Además, esa Mente tiene que ser superior a la mente humana, porque consigue resultados que ésta nunca puede conseguir. La mente humana no puede hacer que la noche siga al día, y viceversa; o que la semilla tenga poder para germinar y crecer. La mente humana no puede hacer ninguna criatura viva. Si hay orden en el mundo, tiene que haber una Mente; y, si en ese orden hay cosas que están por encima de la mente humana, esa Mente que está detrás del orden de la naturaleza tiene que estar por encima y más allá de la mente humana... Y así llegamos inevitablemente a Dios. Mirar fuera de nosotros al mundo es encontrarnos cara a cara con el Dios Que lo ha hecho.
(b) Debemos mirar hacia arriba. Nada demuestra el orden maravilloso del universo mejor que los movimientos de los cuerpos celestes. Los astrónomos nos dicen que hay tantas estrellas como granos de arena en las playas. Para decirlo en términos humanos, figurémonos los problemas de tráfico que habrá en el cielo; y, sin embargo, los cuerpos celeste se mantienen en las rutas que se les han marcado y se conducen individual pero disciplinada y armoniosamente. Un astrónomo puede predecir al segundo y a la pulgada cuándo y dónde va a aparecer un cierto planeta, y puede decirnos cuándo y dónde se va a producir un eclipse de Sol dentro de cientos de años, y cuántos segundos va a durar. Se ha dicho que «ningún astrónomo puede ser ateo.» Cuando miramos hacia arriba vemos a Dios.
(c) Debemos mirar hacia dentro. ¿De dónde nos hemos sacado la capacidad de pensar, de razonar y de saber? ¿De dónde el conocimiento del bien y del mal? ¿Por qué sabe en lo más íntimo de su ser el más empedernido degenerado cuándo está haciendo lo que no debe? Kant dijo hace mucho que había dos cosas que le convencían de la existencia de Dios: el cielo estrellado sobre su cabeza y la ley moral en el fondo de su conciencia. No nos hemos dado a nosotros mismos ni la vida ni la razón que la guía y la dirige. Debemos nuestra existencia a algún Poder fuera de nosotros mismos. ¿De dónde vienen el remordimiento y el sentimiento de culpabilidad? ¿Por qué no podemos hacer lo que nos dé la gana y sentirnos en paz? Cuando miramos hacia dentro encontramos lo que Marco Aurelio llamaba «el dios interior,» y lo que Séneca llamaba «el espíritu santo que reside en nuestras almas.» Nadie se puede entender aparte de Dios.
(d) Debemos mirar hacia atrás. Froude, el gran historiador, decía que la totalidad de la Historia es una demostración de la ley moral en acción. Los imperios surgen y desaparecen. Como escribió Kipling: «Mirad: ¡Toda nuestra pompa de ayer es igual que la de Nínive o Tiro!» Y es un hecho constatado de la Historia que la degeneración moral y el desastre nacional van de la mano. «No hay nación -dijo George Bemard Shaw- que haya sobrevivido a la pérdida de sus dioses.» Toda la Historia es la demostración práctica de que hay Dios. Así que, aunque Jesucristo no hubiera venido a este mundo corporalmente, todavía le habría sido posible a la humanidad ver la Palabra de Dios, el Logos de Dios, la Razón de Dios en acción. Pero, aunque la acción de la Palabra estaba a la vista de todo el mundo, la humanidad no La reconoció nunca.
(ii) Por último, la Palabra creadora y ordenadora de Dios vino a esté mundo en la persona del hombre Jesús. Juan dice que la Palabra vino a Su propio hogar, pero los suyos no Le dieron la bienvenida. ¿Qué quiere decir con eso? Quiere decir que, cuando la Palabra de Dios entró en este mundo, no llegó a Roma o a Grecia o a Egipto o a los imperios del Oriente. Vino a Palestina, que era la tierra de Dios en un sentido especial, y a los judíos, que eran el pueblo escogido de Dios. Los mismos nombres que se les dan a esa tierra y a ese pueblo en el Antiguo Testamento nos lo demuestran. A Palestina se la llama con frecuencia la tierra santa (Zacarías 2:12; 2 Macabeos 1:7; Sabiduría 12:3). Se la llama la tierra del Señor; Dios habla de ella como Su tierra (Oseas 9: 3; Jeremías 2:7; 16:18; Levítico 25:23). A la nación de Israel se la llama «el especial tesoro» de Dios (Éxodo 19:5; Salmo 135:4), «pueblo santo para el Señor.:. pueblo especial» (Deuteronomio 7:6), «pueblo único» (Deuteronomio 14:2), «Su exclusiva posesión» (Deuteronomio 26:18), «porción» y «heredad» del Señor (Deuteronomio 32:9). Jesús vino a una tierra que era especialmente la tierra de Dios, y a un pueblo que era especialmente el pueblo de Dios. Era de esperar que aquella nación le hubiera recibido con los brazos abiertos y con todas las puertas abiertas; que se le hubiera dado la bienvenida como a un viajero que llegara a su propia casa; o, más aún, como a un rey que llegara a su nación... Pero Le rechazaron. Le recibieron -con odio en vez de con adoración.
Aquí tenemos la tragedia de un pueblo que había sido elegido y preparado para una tarea, y que se negó a cumplirla. Puede que unos padres ahorren y se sacrifiquen para darle a su hijo o a su hija una oportunidad en la vida, para que tenga una preparación para algún trabajo u oportunidad especial... y, cuando llega el momento, la persona por la que se sacrificó todo se niega a aprovechar la oportunidad o falla miserablemente al enfrentarse con el desafío. Ahí está la tragedia. Y eso fue lo que Le pasó a Dios. Sería erróneo pensar que Dios no había preparado nada más que a Israel. Dios preparó y está preparando a todos los hombres, mujeres; y niños de este mundo para alguna tarea que les tiene reservada.: Cierto novelista cuenta la historia de una chica que se negaba a tocar las cosas sucias de la vida; cuando alguien le preguntó; por qué, dijo: «Algún día va a venir algo realmente hermoso; a mi vida, y quiero estar preparada.» La tragedia es que muchas. personas rechazan la tarea que Dios les tiene reservada. O, para decirlo de otra manera, que aún nos impacta más: son pocos los que llegan a ser lo que podrían haber sido; tal vez por letargo o pereza, por timidez o cobardía, por falta de disciplina o sobra de permisividad, por comprometerse con algo no tan bueno o desviarse por algún colateral... El mundo está lleno de personas que no han hecho realidad las posibilidades que tenían. No hemos de pensar que la tarea que Dios tiene para nosotros haya de ser alguna hazaña heroica que despierte la admiración de todo el mundo. Puede que sea preparar a un niño para la vida; o, en un momento decisivo, decir la palabra necesaria y ejercer la influencia que puede impedir que alguien arruine su vida; o hacer algo sencillo superlativamente bien; o tocar las vidas de otros con las manos, la voz o la mente. El hecho es que Dios nos está preparando en todas las experiencias de la vida y cuenta con nosotros para algo; y muchos Le dejan en la estacada, y a lo mejor ni se dan cuenta de que Le están fallando. Es terriblemente patético lo que se dice aquí: «Vino a Su propio hogar, y los suyos no le dieron la bienvenida.» Eso Le sucedió a Jesús hace mucho... y Le sigue sucediendo.

Hijos de Dios

A todos los que sí Le recibieron, a los que creen en Su nombre, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios. Estos nacieron, no de la sangre ni de ningún impulso humano ni de la voluntad de ningún hombre, sino que su nacimiento fue de Dios.
No todos rechazaron a Jesús cuando vino; hubo algunos que sí Le recibieron y Le dieron la bienvenida, y a esos les dio Jesús el derecho de llegar a ser hijos de Dios.
Hay un sentido en el que una persona no es hija de Dios por naturaleza, sino que tiene que llegar a serlo. Tenemos que pensarlo en términos humanos porque son los únicos de que disponemos. Hay dos clases de hijos. Están los que jamás hacen nada más que aprovecharse de su hogar. A lo largo de su juventud se apropian de todo lo que el hogar les ofrece sin dar nada a cambio. Puede que sus padres trabajen y se sacrifiquen para darles la mejor oportunidad posible en la vida, y lo toman todo como un derecho, sin darse cuenta nunca de lo que están recibiendo, y sin hacer el menor esfuerzo por merecerlo o compensarlo. Cuando se marchan de la casa paterna no hacen el menor esfuerzo para mantenerse en contacto. El hogar ha cumplido su misión, y ahí termina la cosa. No reconocen ningún lazo que tengan que mantener, ni ninguna deuda que tengan que pagar. Son los hijos de sus padres, y a ellos les deben la existencia y lo que son; pero no reconocen ningún vínculo de amor o intimidad. Sus padres se lo han dado todo por amor, pero los hijos no les han dado nada a cambio. Por otra parte hay hijos que siempre son conscientes de lo que sus padres han hecho y hacen por ellos, y aprovechan todas las oportunidades que se les presentan para demostrarles su agradecimiento y tratar de ser la clase de hijos que sus padres querían que fueran. A medida que pasan los años están cada vez más cerca de sus padres, con los que desarrollan una relación de confianza y amistad. Hasta cuando salen del hogar el vínculo permanece, y son conscientes de una deuda que nunca podrán pagar. En el primer caso, los hijos cada vez están más lejos de los padres; en el segundo, cada vez más cerca. Todos son hijos, pero de manera diferente. Los del segundo grupo llegan a ser hijos de una manera que los otros no alcanzan.
Podemos ilustrar esta clase de relación desde otro punto de vista, distinto pero parecido. A un famoso profesor le mencionaron el nombre de un joven que se presentaba como discípulo suyo. Este dijo: «Puede que asistiera a mis clases, pero no era uno de mis estudiantes.» Hay un mundo de diferencia entre asistir a las clases de un profesor y ser uno de sus estudiantes. Puede haber contacto sin comunión; puede- haber relación sin comunicación. «Todos somos hijos de Dios», se oye decir con frecuencia, y con razón si nos referimos a que todos Le debemos a Dios que nos haya creado y nos conserve la vida; pero sólo algunos llegan a ser hijos de Dios con la profundidad e intimidad de la verdadera relación entre Padre e hijos. Juan proclama que sólo podemos entrar en esa relación real y verdadera de hijos con Dios por medio de Jesucristo. Cuando Juan dice que esto no viene de la sangre, está expresando la convicción judía de que un hijo nacía de la unión de la simiente del padre con la sangre de la madre. Esta condición de hijos no es el resultado de ningún impulso o deseo humano, ni de ningún acto de la voluntad humana; procede exclusivamente de Dios. No podemos hacernos a nosotros mismos hijos de Dios; tenemos que entrar en la relación con Dios que El nos ofrece. Nadie puede entrar nunca en una relación de amistad con Dios por su propia voluntad y capacidad; hay una gran sima entre lo humano y lo divino. El hombre sólo puede entrar en amistad con Dios cuando Dios mismo le abre el camino.
Pensemos otra vez en términos humanos. Un plebeyo no puede acercarse a un rey para ofrecerle su amistad; si ha de producirse tal amistad tendrá que ser el rey el que la inicie y establezca. Eso es lo que sucede entre nosotros y Dios: no podemos entrar en relación con Él por nuestra voluntad o méritos, porque somos seres humanos y Él es Dios. Sólo puede ser cuando Dios; en Su gracia que no podemos merecer de ninguna manera, condesciende a abrirnos el camino.
Pero esto tiene también su lado humano. Lo que Dios ofrece, el hombre se lo tiene que apropiar. Puede que un padre humano le ofrezca a su hijo su amor, su consejo y su amistad, y que el hijo no los acepte y siga su propio camino. Así sucede con Dios: El nos ofrece el derecho de llegar a ser hijos, pero no nos obliga a aceptarlo. Como lo aceptamos es creyendo en el nombre de Jesucristo. ¿Qué quiere decir eso? El pensamiento y el lenguaje hebreos usaban el nombre de una manera que nos resulta extraña. Con esa expresión los judíos no se referían tanto al nombre propio de una persona como a su naturaleza en tanto en cuanto era revelada o conocida. Por ejemplo, en el Salmo 9:10 el salmista dice: «En Ti confiarán los que conocen Tu nombre.» Está claro que eso no quiere decir «los que saben que Te llamas Jehová,» sino los que conocen el carácter de Dios, Su naturaleza, cómo es Dios; ésos son los que están dispuestos a poner su confianza en Dios para todo. En el Salmo 20:7, dice el salmista: «Algunos presumen de carros, y otros de caballos; mas nosotros nos gloriamos en el nombre del Señor nuestro Dios.» Está claro que esto no quiere decir que hacemos alarde de que Dios se llama Jehová. Quiere decir que algunos ponen su confianza en medios materiales, pero nosotros la ponemos en Dios porque sabemos cómo es.
Confiar en el nombre de Jesús, por tanto, quiere decir poner nuestra confianza en lo que Él es. Él era y es la encarnación de la amabilidad y del amor y de la ternura y del servicio. La gran doctrina central de Juan es que en Jesús vemos la misma Mente de Dios, Su actitud para con los hombres. Si de veras creemos eso, entonces también creemos que Dios es como Le vemos en Jesús: tan amable y amoroso como era Jesús. Creer en el nombre de Jesús es creer que Dios es como Él; y es sólo cuando; creemos eso cuando podemos someternos a Dios y llegar a ser Sus hijos. A menos que hayamos visto en Jesús cómo es Dios, nunca nos atreveríamos a creer que podemos llegar a ser Sus hijos. Es lo que es Jesús lo que nos abre la posibilidad de llegar a ser hijos de Dios.

La Palabra se hizo carne

Y la Palabra de Dios se hizo una Persona, y tomó residencia en nuestro ser, lleno de gracia y realidad;. y nosotros miramos con-nuestros propios ojos: Su gloria, gloria como la que recibe, de su padre un hijo único.
Aquí llegamos a la afirmación en la que se resume todo el tema que Juan desarrolla en su Evangelio. Ha meditado y escrito acerca. de la Palabra de Dios, esa Palabra poderosa, creadora y- dinámica, que fue el Agente de la creación; esa Palabra guiadora, directora, controladora, que pone orden en el universo y en la mente humana. Estas ideas les resultaban conocidas y familiares tanto a los judíos como a los griegos. Y ahora dice la cosa más sorprendente y maravillosa de todas: «Esta Palabra que creó el mundo, esta Razón que mantiene el orden del universo, se ha hecho una Persona Que hemos visto con nuestros propios ojos.» La palabra que usa Juan para ver es theasthai; aparece en el Nuevo Testamento más de veinte veces, y siempre refiriéndose a la vista física. No se trata de una visión espiritual que se percibe con los ojos del alma o de la mente. Juan declara que la Palabra vino de hecho a la Tierra en forma humana, Que podía verse con los ojos de la cara. Dice: «Si queréis, ver cómo es esta Palabra creadora, esta Razón ordenadora, mirad a Jesús de Nazaret.»
Aquí es donde Juan se remonta por encima de todos los pensamientos anteriores. Esto es algo totalmente nuevo que Juan introdujo en el mundo griego al que dirige su libro. Agustín de Hipona dijo más tarde que, en los días anteriores a su conversión al Evangelio había leído y estudiado a los grandes filósofos paganos, que le habían enseñado muchas cosas; pero que la Palabra se había hecho carne no lo había leído en ninguno de ellos.
Para los griegos esto era algo completamente imposible. El que Dios pudiera asumir un cuerpo era algo que a un griego no se le podía ocurrir ni soñar. Para los griegos, el cuerpo era un mal, una prisión en la que el alma estaba arrojada, o una tumba en la que estaba confinado el espíritu. Plutarco, el antiguo sabio griego, ni siquiera podía creer que Dios pudiera controlar, directamente los acontecimientos de este mundo; más bien tenía que hacerlo por medio de diputados o intermediarios; porque -así lo veía Plutarco- sería sencillamente blasfemo el involucrar a Dios en los asuntos de este mundo. El gran emperador romano estoico Marco Aurelio despreciaba el cuerpo en comparación con el espíritu. «Desprecia por tanto la carne -decía-, la sangre y los huesos y el entramado revuelto de nervios y venas y arterias.» « La composición del cuerpo entero está sujeta a corrupción»
Y de pronto aparece una novedad totalmente sorprendente: que Dios pudiera y estuviera dispuesto a llegar a ser una persona humana y entrar en esta vida que nosotros vivimos, que la eternidad pudiera aparecer en el tiempo, que el Creador pudiera aparecer en la creación de tal manera que los ojos humanos de hecho Le pudieran ver. Tan alucinantemente nueva era esta concepción de Dios en forma humana que no era sorprendente que hubiera algunos, aun en la Iglesia, que no lo pudieran creer. Lo que dice Juan es que la Palabra se hizo sarx. Ahora bien, sarx es la misma palabra que Pablo usa una y otra vez para describir lo que él llamaba la carne, la naturaleza humana en toda su debilidad y propensión al pecado. La misma idea de tomar esta palabra y aplicársela a Dios era algo que alucinaba sus mentes, así es que surgió en la Iglesia un grupo de personas que se llamaron los docetistas. Dokein es la palabra griega que quiere decir parecer ser. Esas personas mantenían que Jesús, de hecho, era solamente un fantasma; que Su cuerpo humano no era un cuerpo real; que Él no podía sentir de veras hambre o cansancio, tristeza o dolor; que lo que era en realidad era un espíritu desencarnado que se presentaba en una forma que parecía humana. Juan se opuso a estas personas mucho más directamente en su Primera Epístola: «En esto se conoce el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en la carne es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios. Este es el espíritu del anticristo» (1 Juan 4:2). Es verdad que esta herejía surgió de una especie de reverencia equivocada, que se resistía a reconocer que Jesús era total y real y verdaderamente humano. Para Juan eso contradecía a todo el Evangelio. Bien puede pasar que a veces estemos tan preocupados por conservar la verdad de que Jesús era plenamente divino que tendamos a olvidar el hecho de que era absolutamente humano. La Palabra se hizo carne -aquí, mejor que en ningún otro pasaje del Nuevo Testamento, se proclama gloriosamente la plena humanidad de Jesús. En Jesús vemos el poder creador de Dios, la Razón ordenadora de Dios, asumiendo la plena humanidad. En Jesús vemos a Dios viviendo la vida humana de una persona cualquiera. Suponiendo que no dijéramos nada más de Jesús, todavía podríamos decir que nos mostró como viviría Dios esta vida que vivimos nosotros.
Aunque no pudiéramos decir nada más que Le debemos a Jesús, esto sí podemos decir: que nos mostró cómo viviría Dios esta vida que vivimos nosotros y, por tanto, que Jesús nos ha mostrado cómo quiere Dios que vivamos.
Bien se podría decir que este es el versículo más importante de todo el Nuevo Testamento. Debemos por tanto pasar un tiempo considerable estudiándolo para penetrar más de lleno en sus riquezas.
Ya hemos visto que hay algunas grandes palabras que le bullen a Juan en la mente y dominan su pensamiento y son los temas con los que se elabora todo su mensaje. Aquí tenemos otras tres de esas palabras.
(i) La primera es gracia. Esta palabra contiene siempre dos ideas básicas.
(a) Siempre incluye la idea de algo que es totalmente inmerecido, que no podríamos nunca ganarnos o conseguir por nosotros mismos. El hecho de que Dios viniera a la Tierra a vivir y a morir por nosotros no fue nada que la humanidad hubiera merecido, sino un acto de puro amor por parte de Dios. La palabra gracia subraya al mismo tiempo la pobreza desesperada de la humanidad y la ilimitada generosidad de Dios.
(b) Siempre incluye la idea de belleza. En griego moderno quiere decir encanto. En Jesús vemos el atractivo irresistible de Dios. Se había pensado en Él -en términos de fuerza, de majestad y de juicio; como un poder capaz de aplastar toda oposición y derrotar toda rebelión; pero en Jesús nos encontramos con la sencilla amabilidad de Dios.
(ii) La segunda es verdad. Esta palabra es una de las notas dominantes del Cuarto Evangelio. Nos la encontramos una y otra vez. Aquí no podemos más que reunir y resumir lo que Juan tiene que decir acerca de Jesús y la verdad.
(a) Jesús es la encarnación de la verdad. Él dijo: «Yo soy la verdad» (Juan 14:6). Para ver la verdad tenemos que mirar a Jesús. Aquí hay algo infinitamente precioso para todas las almas y mentes sencillas. Son los menos los que pueden captar las ideas abstractas; la mayor parte de nosotros tenemos que ver las cosas para entenderlas.
Podríamos pasar mucho tiempo pensando y discutiendo, y no nos acercaríamos a una definición satisfactoria de lo que es la belleza; pero, si podemos señalar a una persona en la que brille esa cualidad y decir: « ¡Eso es belleza!», todos estaremos de acuerdo y lo veremos claro. Desde que la humanidad empezó a pensar en Dios se viene intentando definir Quién y Qué es... y sus mentes diminutas no consiguen llegar a una definición satisfactoria. Pero ahora podemos dejar de pensar por nosotros mismos, y mirara Jesucristo y decir: «¡Así es como es Dios!» Jesús no vino para hablar de Dios, sino para mostrar cómo es Dios, para que la persona más sencilla pudiera conocerle tan íntimamente como el más grande de los filósofos.
(b) Jesús es el comunicador de la verdad. Les dijo a Sus discípulos que, si seguían con Él, conocerían la verdad (Juan 8:31). Le dijo a Pilato que el objeto de Su venida a este mundo había sido dar testimonio de la verdad (Juan 18:37). La gente se agolpará para escuchar a un maestro o predicador que pueda ofrecerles alguna dirección en el embarullado negocio de la vida y el pensamiento. Jesús es el único Que, en medio de las sombras; puede aclarar las cosas; el único Que, en las múltiples encrucijadas de la vida, nos puede indicar el verdadero camino; el único Que, en los confusos momentos de la decisión, nos permite escoger correctamente; el único Que, entre las muchas voces que reclaman nuestra atención y nuestra lealtad, nos dice lo que debemos creer.
(c) Aunque Jesús ya no está corporalmente en la Tierra, nos ha dejado Su Espíritu para que nos guíe a toda la verdad. Su Espíritu es el Espíritu de la verdad (Juan 14:17; 15:26; 16:13). No se limitó a dejarnos un libro de instrucciones y un cuerpo de doctrina. No tenemos que buscar en un libro de texto difícil de entender para descubrir lo que tenemos que hacer. Todavía, hasta el día de hoy, podemos preguntarle a Jesús lo que tenemos que hacer, porque Su Espíritu está con nosotros en cada paso del camino.
(d) La verdad es lo que nos hace libres (Juan 8:32). Siempre hay un cierto poder libertador en la verdad. Los niños adquieren a menudo ideas fantásticas y erróneas acerca de las cosas cuando piensan por sí mismos; y a menudo les producen miedo. Cuando se les dice la verdad, se emancipan de sus temores. Puede- que una persona tenga miedo de estar enferma; si va al médico, aunque el diagnóstico sea malo, se librará por lo menos de los temores vagos que antes la asediaban. La verdad que Jesús nos trae nos libera de la alienación de Dios; nos libera de la frustración, de nuestros temores y debilidades y derrotas. Jesucristo es el mayor libertador del mundo.
(e) La verdad puede causar resentimiento. Hubo quienes trataron de matar a Jesús porque les había dicho la verdad (Juan 8:40). La verdad puede que condene a una persona; puede que le indique lo muy equivocada que estaba.
«La verdad -decían los filósofos. cínicos- puede ser tan irritante como la luz para los ojos doloridos.» Los cínicos declaraban que el maestro que no ha molestado nunca a nadie, nunca le ha hecho a nadie ningún bien. Puede que la gente cierre los oídos y las mentes a la verdad, que maten al que se la dice... pero la verdad permanece. Nadie ha destruido jamás la verdad por negarse a escuchar la voz que se la presentaba; y la verdad acabará por alcanzarle, más, tarde o más temprano.
(f) La verdad se puede rechazar (Juan 8:45). Hay dos razones principales para no creer: porque es demasiado buena para ser verdad, o porque se está demasiado ligado a medias verdades de las que no se puede soltar. En muchos casos una media verdad es el peor enemigo de -la verdad total.
(g) La verdad no es nada abstracto, sino algo que hay que hacer (Juan 3:21). Es algo que hay que conocer con la mente, aceptar con el corazón y poner por obra en la vida.
Toda una vida de estudio y pensamiento no podría abarcar toda la verdad de este versículo. Ya hemos considerado dos de: las grandes palabras temáticas que contiene; ahora estudiaremos la tercera, gloria. Una y otra vez Juan la usa en relación con Jesucristo. Primero veremos lo que dice Juan acerca de la gloria de Cristo, y después veremos si podemos entender un poco de lo que quiso decir.
(i) La vida de Jesucristo fue una manifestación de gloria. Cuando realizó el milagro del agua hecha vino en Caná de Galilea, Juan dice que Jesús manifestó Su gloria (Juan 2:11). El ver a Jesús y experimentar Su poder y Su amor era entrar en una nueva gloria.
(ii) La gloria que Jesús manifiesta es la gloria de Dios. No es de la humanidad donde la ha recibido (Juan 5:41). Él no buscaba Su propia gloria, sino la del Que Le había enviado (Juan 7:18). Es Su Padre el Que Le glorifica (Juan 8:50, 54). Es la gloria de Dios la que verá Marta en la resurrección de Lázaro (Juan 11:4). La resurrección de Lázaro es para la gloria de Dios, para que el Hijo sea glorificado (Juan 11:4). La gloria que estaba en Jesús, rodeándole, que brillaba y actuaba en Él, es la gloria de Dios.
(iii) Y sin embargo, esa gloria Le era exclusiva. Al final Le pide a Dios que Le glorifique con la gloria que tenía antes que empezara el mundo (Juan 17:5). No irradia una luz prestada; Su gloria es Suya, y lo es por derecho propio.
(iv) La gloria que es Suya es la que ha transmitido a Sus discípulos; El les ha dado la gloria que el Padre Le había dado a Él (Juan 17:22). Es como si Jesús participara de la gloria de Dios, y Sus discípulos participaran de la gloria de Cristo. La venida de Jesús es la venida de la gloria de Dios a la humanidad.
¿Qué quiere decir Juan con todo esto? Para contestar tenemos que volver al Antiguo Testamento. Entre los judíos era muy entrañable la idea de la Shejina. Shejina quiere decir lo que mora, y se usaba para la presencia visible de Dios en medio de Su pueblo. Repetidas veces nos encontramos en el Antiguo Testamento con la idea de que había ciertos momentos en los que la gloria de Dios se hacía visible. En el desierto, antes del maná, los israelitas «miraron hacia el desierto, y he aquí que la gloria del Señor apareció en la nube» (Éxodo 16:10). Antes de la promulgación de los Diez Mandamientos, «la gloria del Señor reposó sobre el monte Sinaí» (Éxodo 24:16). Cuando el tabernáculo estuvo instalado y equipado, «la gloria del Señor llenó el tabernáculo»(Éxodo 40:34). Cuando se dedicó el templo de Salomón, los sacerdotes no podían entrar a ministrar «porque la gloria el Señor había llenado la casa del Señor» (1 Reyes 8:11). Cuando Isaías tuvo la visión en el templo, oyó cantar al coro angélico que «toda la Tierra está llena de Su gloria» (Isaías 6:3). Ezequiel vio en éxtasis «la semejanza de la gloria del Señor» (Ezequiel 1:18). En el Antiguo Testamento la gloria del Señor aparecía a veces en situaciones cuando el Señor estaba muy cerca.
La gloria del Señor quiere decir sencillamente la presencia de Dios. Juan usa una ilustración hogareña: Un padre le da a su hijo único su propia autoridad y su propio honor. El príncipe heredero es investido con toda la gloria regia de su padre. Eso es lo que sucedió con Jesús: cuando vino a la Tierra, la humanidad vio en Él el esplendor de Dios, y en el corazón de ese esplendor estaba el amor. Cuando Jesús vino al mundo se vio en Él la maravilla de Dios, y esa maravilla era amor. Se vio que la gloria de Dios y el amor de Dios eran una y la misma cosa. La gloria de Dios no es la de un tirano despótico, sino el esplendor del amor ante el que caemos, no de terror, sino «perdidos de admiración, amor y alabanza» como dice un himno famoso.

La plenitud inagotable

Juan fue Su testigo, y su proclamación todavía resuena: «Éste es el Que yo os decía que, aunque viene detrás de mí, en realidad me lleva la delantera, porque era anterior a mí.» De Su plenitud es de donde hemos extraído todos, y de Él hemos recibido una gracia tras otra; porque lo que nos dio Moisés fue la Ley, pero la gracia y la verdad nos vinieron por medio de Jesucristo.
Ya hemos visto que el Cuarto Evangelio se escribió en una situación en la que era necesario asegurarse de que no se le atribuyera a Juan el Bautista una importancia excesiva; así es que Juan empieza este pasaje con el testimonio de Juan el Bautista, en el que Le reconoce a Jesús el primer lugar. Juan el Bautista dice de Jesús: «El que viene detrás de mí era antes que yo.» Puede que con estas palabras quiera decir más de una cosa.
(a) Jesús era en realidad seis meses más joven que Juan, así es que Juan puede estar diciendo sencillamente: «El Que es más joven que yo me lleva en realidad la delantera.»
(b) Juan puede que estuviera diciendo: «Yo estaba en el campo antes que Jesús; yo ocupaba el centro del escenario antes que Él; puse manos a la obra antes que Él; pero todo lo que yo estaba haciendo era prepararle el camino para que viniera; yo era sólo la avanzada de la Fuerza principal, y el heraldo del Rey.»
(c) Puede que Juan esté pensando en términos mucho más profundos. Puede que esté pensando, no en términos del tiempo, sino de la eternidad. Puede que esté pensando en Jesús como el Que existía antes que empezara el mundo, en comparación con el Cual cualquier figura humana no tiene la menor importancia. Puede que las tres ideas estuvieran en la mente de Juan.
No fue él el que exageró su propia importancia, sino algunos de sus seguidores. Para Juan, el puesto supremo Le correspondía a Jesús.
Este pasaje continúa diciéndonos tres grandes cosas acerca de Jesús.
(i) De Su plenitud es de donde hemos extraído todos. La palabra que usa Juan para plenitud es una gran palabra: pléróma, que quiere decir la suma total de todo lo que hay en Dios. Pablo la usa con cierta frecuencia. En Colosenses 1:19 dice que todo pléróma habitaba en Cristo. En Colosenses 2:9 dice que en Cristo habitaba el pléróma de la deidad en forma corporal. Quería decir que en Jesús moraba la totalidad de la sabiduría, el poder y el amor de Dios. Por eso Jesús es inagotable. Una persona puede acudir a Jesús con cualquier necesidad, y encontrarla suplida; o con cualquier ideal, y encontrarlo realizado. El que está enamorado de la belleza encontrará en Jesús la suprema belleza; y aquel para quien la vida consiste en la búsqueda del conocimiento, encontrará en Jesús la suprema revelación. El que necesita valor, encontrará en Jesús la quintaesencia y el secreto del valor; y el que se siente impotente ante la vida encontrará en Jesús al Señor de la vida y el poder para vivir. El que es consciente de su pecado encontrará en Jesús el perdón y la fuerza para ser bueno. En Jesús, el pléróma, la plenitud de Dios, todo lo que hay en Dios, lo que Westcott llamaba «la fuente de la vida divina» se encuentra en Jesús y está a disposición de la humanidad.
(ii) De Él hemos recibido una gracia tras otra.
¿Qué quiere decir esa extraña frase?
(a) Puede que quiera decir que en Cristo encontramos una maravilla que conduce a otra. Uno de los antiguos misioneros de Escocia llegó una vez a uno de los reyes pictos, (confederación de tribus que habitaban el norte y centro de Escocia -al norte de los ríos Forth y Clyde- desde tiempos del Imperio Romano) que le preguntó qué podría esperar si se hacía cristiano. El misionero le contestó: «Encontrarás maravilla sobre maravilla, y todas ellas verdaderas.»
Algunas veces, cuando vamos viajando por una carretera muy bonita, se abre ante nosotros una vista tras otra. Al contemplar cada una pensamos que no puede haber nada más hermoso; y, al tomar una curva, se nos descubre algo aún más maravilloso. Cuando empezamos a estudiar un gran tema, como música, poesía o pintura, nunca llegamos al final. Siempre nos esperan nuevas experiencias de la belleza. Eso es lo que sucede con Cristo. Cuanto más sabemos de Él, más maravilloso nos resulta; cuanto más vivimos con Él, más encantos descubrimos; cuanto más pensamos en Él y con Él, más se nos ensancha el horizonte de la verdad. Esta frase puede que sea la manera que tiene Juan de expresar lo ilimitado que es Cristo. Puede que sea su forma de decir que a la persona que vive en compañía de Cristo le amanecerán nuevas maravillas en el alma que le iluminarán el entendimiento y le encantarán el corazón día tras día.
(b) Tal vez debamos entender esta expresión literalmente. En Cristo encontramos gracia en vez de gracia. Las diferentes edades y situaciones de la vida requieren una clase diferente de gracia. Necesitamos una gracia en los días de prosperidad, y otra en los días de adversidad. Necesitamos una gracia en los días primaverales de la juventud, y otra cuando se empiezan a dilatar las sombras de la edad. La Iglesia necesita una gracia en los días de persecución, y otra cuando llegan los días de tolerancia. Necesitamos una gracia cuando nos sentimos en control de la situación, y otra cuando estamos desanimados, deprimidos y casi desesperados. Necesitamos una gracia para soportar nuestras propias cargas, y otra para sobrellevar los unos las cargas de los otros. Necesitamos una gracia cuando estamos seguros de las cosas, y otra cuando parece que ya no nos queda nada en el mundo. La gracia de Dios no es nunca una cosa estática, sino dinámica. Nunca falla ante una nueva situación. Cuando una necesidad invade la vida, una gracia la acompaña. Pasa esa necesidad y otra nos asalta, y con ella viene otra gracia. A lo largo de toda la vida estamos constantemente recibiendo gracia en lugar de gracia, porque la gracia de Cristo es adecuada para resolver triunfalmente cualquier situación.
(iii) Moisés nos dio la Ley, pero la gracia y la verdad nos vinieron por medio de Jesucristo. En la antigüedad, la vida estaba gobernada por la ley. Uno tenía que hacer lo que fuera, le gustara o no, supiera por qué o no. Pero, con la venida de Jesús, ya no tratamos de obedecer la ley de Dios como esclavos, sino de responder al amor de Dios como hijos. Mediante Jesucristo, Dios el Legislador aparece como Dios nuestro Padre, el Dios Juez es el Dios que ama a todas las almas.

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